CINESÍFILIS

TRAINSPOTTING

Alguna noche de 1998, fui a ver “Trainspotting” al desaparecido cine Julieta de Miraflores. Por entonces yo tenía 17 y la película, dos años de estrenada. Como intuyo ocurría con todo el cine independiente del mundo, se exhibía en Lima muy tarde y en muy pocas salas. Ésta era una de ellas. Aquella noche, recuerdo, llegué al cine con tres amigos del colegio, y salimos, casi dos horas después, muy como en la película: con la onda de querer destruirlo todo (al resto, a nosotros mismos), de cruzar calles con el semáforo en verde, de irnos muy lejos, a una campiña inexistente, con cervezas y vodka, sin ningún ánimo de cruzar palabras. Esa noche anduvimos así: errantes y ausentes, con la semilla de la venganza a punto de abrirse, vaya uno a saber por qué. Pasaron, creo, algunas horas, hasta que uno de nosotros dijo que debía irse a casa porque ya era tarde, y fue entonces que el sueño se terminó: al día siguiente habían clases, nadie podía (o quería) faltar, y todo eso en que habíamos pensado había sido apenas el efecto curioso de una película como ninguna otra.

En julio se cumplirán diez años de la aparición de uno de los filmes emblemáticos de la década de los noventa. Es decir, de esa generación que fue mía y que aún no me resigno a olvidar. De la generación Nirvana, Pearl Jam, STP, Greenday, las camisas a cuadros, las converse y los Airwalk, el discman, MTV, doble nueve, los libros de Ray Lóriga y las conversaciones de madrugada en Bembo’s, el Blue Buddha, la playa y la marihuana, el ron con coca cola y un largo y difícil etcétera.

Hoy por hoy me resulta difícil creer que puede decirse algo más sobre “Trainspotting”. Ni yo mismo sé si esta película ahora sea la misma que vi aquella vez. Todavía conservo una copia en Vhs, escondida en una caja, pero ya no tengo ganas de volver a verla.

Ergo: sólo me queda recordarla.

Y lo hago volviendo mis pasos hacia esos meses en que, como cualquier adolescente, creía llevar prisa por llegar a alguna parte, era ignorante, valiente y tenía hambre de experiencias múltiples (no sabía que terminaría derrotándome una realidad también dolorosa: el letargo del crecimiento y la pérdida total de la inocencia al palpar la mayoría de edad). En fin, lo que yo quería era ser como los villanos héroes de “Trainspotting”. Quería ser todos ellos: no tener futuro, andar con rabia por las calles, morirme un poco con cada amigo muerto, caer al fondo solo y también acompañado, subir a un nivel donde todo está en orden pero nada gusta, y luego bajar, planear un gran robo, montarme en un tren e irme cuando todos –menos uno– estuviesen durmiendo. Mentir. Timar. Reírme. Tener sexo con una chica tan bonita como
Kelly McDonald y luego dormir en un sofá, con ella en la habitación de al lado. Verme dentro de un taxi y no saber que estoy dentro de uno. Que mis padres fumen cigarros conmigo. Morir en una cama, con un niño en el techo, gateando hacia mí. Y luego revivir, sabiendo que sólo fue un sueño. Sentir la música electrónica como el advenimiento de una era en la que todos seremos iguales: no tendremos sexos. Hablar raro, como para que nadie entendiese lo que estoy diciendo. Sentirme un poco como un dios con dos milenios en las espaldas y menos de una década de vida.

Ser adolescente es una de las mejores cosas que le suceden a uno, aún cuando quede poco de ello al cabo de un tiempo. Hoy, por qué no, vuelvo a ser uno, otra vez. Se siente paja.



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Escrito por Alberto Villar Campos @ 11:27 p. m., ,

RE-CONSTRUCCIÓN DE LA AUSENCIA

Tras casi dos años de haber sido presentada, “Re-construcción de la ausencia” (1), de Aldo Shiroma (Lima, 1975), continúa siendo una de las primeras y más sobrecogedoras aproximaciones al arte que he tenido en mi vida.

Sin alguna pretensión que merezca la pena revelarse, llegué a la galería, ignorando que, una vez dentro, habría de toparme con una figura que creía, al menos, conocer hasta ese instante: yo. No sé cómo ni por qué, pero supe desde el primer paso que la tristeza que emanaba el color blanco que cubría cada pedazo de la gran sala estaba allí para ser también un poco mío.


¿Con qué se queda quien vive y ve morir a sus seres queridos?, es la primer pregunta que se me viene ahora a la cabeza, una interrogante difícil, sino imposible de responder –más por el asunto del dolor producto de dicha reflexión que cualquier otra cosa–. Intuyo que debe ser incluso más dolorosa para un artista: su sensibilidad, ahora lo sé, no es común a la del resto: la de ellos es como una cruz caliente e incesante. Sin embargo, al recorrer cada una de las “habitaciones” de “Re-construcción...”, la obra de Shiroma –que ha osado traspasar los límites que le impone las reglas de su juego y, más aún, su propia intimidad; el dolor tibio de la partida reciente–, desconcierta y, sobre todo, atrae: con un crudo homenaje, a medio terminar –el blanco como sinónimo del lienzo limpio sobre el cual se pintará pronto–, que pondera lo físico de la partida, el artista ha decidido aceptar la muerte de su padre y nos la ha ofrecido ya no como una escultura bien acabada producto de un imaginario personal entre tierno y sórdido, sino como una gran partitura visual y sentimental de picos y caídas, como el paisaje de un limbo pintado por el deseo de ofrecerle, con él, un poco de tranquilidad a su progenitor, que está a punto de partir. Un deseo, sobre todo lo demás, muy, pero muy humano.


Y eso, años después, me lleva a pensar en el objetivo de una muestra profunda como lacerante. ¿Qué quiso realmente Shiroma con “Re-construcción de la ausencia”? ¿“Abrirse”, como leo en una nota, “el pecho y exponer el corazón, palpitante, a los demás”? ¿Dejar sentir, como escribió una crítica, a la obra como un “abierto exorcismo, como un intento de liberalización antes que como un recuerdo amoroso”? Tal vez, sólo tal vez, sobre todo si tomamos dichos comentarios como dos miradas diferentes hacia el artista. Pero, ¿qué siente el que la recorre, para quien, en un gran porcentaje, está allí la muestra? ¿Qué quiso Shiroma que sintamos, consciente o inconscientemente?


El azar de mi subjetividad me impulsa a responder ahora que el objetivo de Shiroma fue que, visitándola, lo acompañásemos en una travesía poco o nada placentera (lo único de esta naturaleza aquí sería la exposición en sí, pero eso nos llevaría a pensar, si se quiere, de forma un tanto mórbida). Cercana y constante. Y fría al igual que el blanco. Como todas las heridas no físicas, la muerte se cura no en soledad, ni tampoco a la manera de un exorcismo, sino en compañía de muchas voces, incluso las de extraños –¿por qué no?–. Si bien es cierto que el artista transita por su memoria y para nosotros en un contexto de dolor irreparable, de lo que se trata –uno lo lleva muy dentro mientras camina, intentando tragar una saliva inexistente– es de aproximarnos hacia esa historia con él, que es un hombre dolido pero mentalizado de que hay formas solemnes, como ésta, para dejar partir a los queridos.


Y allí estamos nosotros ahora. Allí comprendemos que ese padre desaparecido está también allí para ser nuestro padre. Cierto también que esta aproximación es mía, pero pienso, por ejemplo, en que mi padre aún vive, sólo que está lejos, y lo siento –o sentí– cerca. Veo –vi–, de pronto, mi “homenaje” a su futura desaparición. Y voy, por qué no, un tanto con el corazón en la mano. Con el corazón de todos: el mío, el de mi padre, el de Shiroma y el del suyo.


Sentir el dolor atravesado en cada uno de los objetos esparcidos en cada espacio –las colillas de cigarrillos, las estrictas notas que dejó a los hijos el padre que se iba de viaje, el televisor, la vieja radio, la silla del consultorio, la mesa, por nombrar sólo algunos que se me vienen a la mente–, lo impulsa a uno a guardar silencio. A atragantarse con recuerdos que no son propios pero que, en ese momento, están allí para ser recuerdos compartidos. Y a respetar el dolor del que se va y es liberado.


Como dije al principio, luego de esta instalación, las cosas fueron distintas: el arte ya no era ese asunto pesado sobre el cual, la mayoría de las veces, no tenía ni un solo pensamiento, sino la ventana a través de la cual se me permitía descubrir pequeños pedazos de historias que merecían –merecen y merecerán– ser contadas. Comprendí que, con el arte, los hombres y mujeres pueden limpiarse heridas que de otra forma no podrían ser limpiadas, y también reír, burlarse de todo, y hacerlo para que el resto lo vea.

Se impacte.
Y recuerde.
Como yo ahora.


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1) Para no desconcertar a nadie –incluso a mí–, diré que “Re-construcción de la ausencia” fue una gran instalación que ocupó gran parte de la galería del CCPUCP, formada por una suerte de “pequeñas habitaciones” que reunían objetos personales –fotografías, mesas, papeles, radiografías, tocadiscos, televisión, etc.– del padre de Shiroma, fallecido no hacía mucho. Se trata de la primera y hasta hoy única instalación del artista.

Escrito por Alberto Villar Campos @ 8:59 p. m., ,

JARHEAD

Lo que creía iba a ser una película de guerra terminó siendo una dolorosa historia acerca del amor y la distancia y, sobre todo, la perdida. Tras dos semanas emocionalmente desastrosas, hay que decirlo, estoy frente a un grupo de soldados a los que une la nostalgia por las mujeres que han dejado en su país por irse a luchar. Es, por qué no decirlo, una guerra aparte, interna, solitaria incluso cuando todos creen estar igual, burlándose de lo mismo y llorando por dentro. Una guerra dolorosa. Colosal. No importan las armas. La Tormenta del desierto. Ahora lo sé: cuando se está lejos, el amor encuentra barreras insospechadas que provocan crisis lo más de fácil. Y yo lo entiendo... ahora lo entiendo.

Soy ahora el tipo de hombre al que desbarata el viento más débil de un desierto en una tarde tranquila. Soy quien extraña y quien ya no quiere extrañar más. Me miro al espejo y siento esa bola de pelos en mi garganta. Ese dolor que no se siente salvo en momentos en que no se puede sino sentirse herido. Estoy en medio de una guerra que no parecía mía, pero lo es: también puedo yo irme o ver que se van, y no hacer nada. Sin quererlo. Sin realmente quererlo.

¿Han visto la “Jarhead” que yo vi? ¿Vieron cómo el soldado vomita esa arena salada en el lavadero, muy entrada la noche, mientras los demás duermen sus propias pesadillas? ¿Esa mujer del espejo es también la mujer de sus espejos? ¿Esas fotos son también sus fotos, el mensaje de una lejanía que será el fin, finalmente? ¿Es para ustedes el amor ese sentimiento salado, esa bola de pelos, esa pesadilla en una guerra que durará apenas días?

Espero que esta guerra mía dure apenas días. Sólo hoy quiero verme al espejo de esa forma y oír esa canción en mi cabeza.

La perdida. La distancia. El amor. Quiero que esta guerra acabe ya. Que mañana sea distinto.




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Escrito por Alberto Villar Campos @ 10:17 p. m., ,

MY OWN PRIVATE OSCAR

Mejor película: ‘Crash’

Mejor Director: Ang Lee por ‘Brokeback Mountain’

Mejor Actor:Philip Seymour Hoffman por ‘Capote’

Mejor Actriz: Felicity Huffman por ‘Transamerica’

Mejor Guión Original: Crash (2004) - Paul Haggis, Robert Moresco

Escrito por Alberto Villar Campos @ 8:35 p. m., ,

BATALLA EN EL CIELO

El error, la pérdida de la fe, la fragilidad, el choque, el error, la misericordia, el velo que lo hace ver todo normal cuando no es así, la cercanía, las calles, la nocturnidad, lo subversivo, lo sucio, lo bueno, el sexo, el amor, el sexo sin amor, el sexo con amor, la distancia, los cuadros cinematográficos como pinturas del nuevo siglo, la luz sobre los cuerpos, México en 360º, la muerte, las caminatas, la plegaria, el perdón, el cielo, el infierno, el fellatio, el cabello sucio, una chica linda pero puta, una esposa también puta pero fea, vender relojes, la bandera, los colegiales topándose bajo la ciudad, las rápidas nubes chocando contra las mejillas, un policía viejo, la desgracia, la mala hora, el secuestro, una prostituta desnuda que no atrae, los vellos púbicos, los anteojos, el susurro, el “es hora de que te vayas, Marcos”, el cuchillo partiendo una sandia para luego prenderse del cuerpo de una muchacha, las espaldas, el sudor, un culo inmenso y cuadrado, lo trigueño, la música, el jean despintado, pinturas sobre paredes blancas, una cama con sábanas blancas en medio de un cuarto con paredes blancas, la ventana abierta, la ciudad, la fatallidad, el exceso, la capucha, la debilidad, el discurso, los militares, la religión, un nuevo día, todo se esparce, nadie llora.

El hombre.

Batalla en el cielo” es uno de los filmes más bellos que he visto en muchísimo tiempo.



Escrito por Alberto Villar Campos @ 9:13 p. m., ,


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    Alberto Villar Campos
    Lima, Peru
    "Y de pronto apareció por ahí ese maldito iceberg llamado Poesía o Literatura o Aburrimiento o lo que fuera con la única condición precisa de no devenir en Aburrimiento ni por un instante…". (Pablo Guevarra)
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