CINESÍFILIS

El espacio gris.


Nueve y veintinueve. Sin alprazolam, nada de pastillas para la gripe, tan solo una copa de vino. No cigarrillos. No lecturas previas que te siembran el peor ambiente imaginable para escribir. Sí algo de comida para llenar el estómago, para engañarlo. La peor verdad de esta noche es que he decidido escribir para intentar matar de nuevo a un viejo demonio. No es como esa vez del 2007, pero se parece: no estamos a mediados de agosto pero el piso se mueve, las cosas estáticas me han puesto nervioso, detrás de la persiana de mi departamento, en el quinto piso, las personas han decidido callarse. Solo hay un auto que pronto, espero, se estrellará contra el cemento fresco de un puente que está a punto de caer.

En la terapia, la imagen que proyecto está dibujada con un lápiz color negro, sobre un papel precariamente blanco. El papel debe ser chico; el lápiz debe ser uno más. Están hablando de mí y los escucho: son los recuerdos de un tipo que no quiere ser como lo propuso su pasado. A los ejemplos: antes no tenía miedo de nada, tenía chaleco antibalas. Hoy no soy capaz de bajar las escaleras sin sentir miedo. No puedo entrar a un baño sin antes ver cómo las paredes empiezan a moverse antes de cortar el primer pedazo de papel. Sé (no lo sé realmente) que estoy imaginando, pero esa es quizá una de las mejores de mis peores fantasías. Segundo ejemplo: Antes mi vida se resumía a una habitación, una cama de dos plazas a la que le sobraba plaza y media, a la música de cada noche antes de la madrugada, cuando escribía sabiendo que los focos de la lámpara los pagaba mi madre. Hoy, el DVD viejo que tengo al frente tiene un peso y un precio infinito: el de los 30 años. De ahora en adelante, mis cumpleaños los celebraré al revés. Un año más cerca de la muerte. Un año menos feliz. Un año más de lucha, de levantarme todos los días para hacer la misma maldita cosa, ver a las mismas malditas personas, almorzar las mismas malditas comidas, tomar los mismos malditos buses. Lo único que cambian son las noticias, aunque ni eso.

En la habitación de al lado (la habitación de mi mujer, aunque ninguno de los dos lo acepte), escondido en mil otras cosas (papeles, libros, una peluca, búhos, lentes de sol, otra vez papeles, que lo coronan siempre todo), un disco de Velvet Underground se retuerce de la pena. Debe haber sido diez años antes: yo tomaba un bus a Polvos Rosados y compraba, con la temerosa ilusión de quien puede que se dé de bruces contra un ángel, el disco de la banana pintada por Warhol. No era difícil entenderlo: era un chico y, por entonces, las buenas bandas escaseaban. Era el 2000, o dos años antes. Hoy, bajo la copa de vino, hay un posavasos con la misma carátula subterránea. Si digo que la compré en Buenos Aires, un día en que fui feliz tomando cafés y muchas fotos, estoy diciendo poco. Supongo que fui feliz, intuyo. Intuyo, además, que un viaje te hace perder un poco el norte de las cosas que extrañas. El resto de la historia es materia perdida.

En la terapia, repito, tengo 30 años, voy perdiendo el pelo y algo de esa pérdida me duele y me encanta. Me duele, además de todo, saber que no puedo ni soy capaz ni creo que seré capaz algún día de ver el espacio gris, el maravilloso, encantador y sabroso espacio gris sobre el cual todos parecen caminar ahora. Me duele ver apenas el negro y el blanco, lo lindo y lo feo y no lo que puedo disfrutar: esa imagen tan horripilante del periodista-escritor que alguna vez pensé que era. El tipo que era gris incluso cuando bailaba con esas luces de discoteca disparándole la nuca. Pensé que me gustaba escribir. Ahora siento que es la medicina más cara de todas.

La prueba, dicen, puede ser exitosa en un casino. Vas, llevas, claro, un problema en la cabeza, y luego tratas de resolverlo en medio del ruido, de las monedas, del olor a trago, de la gente pudriéndose, en medio de las carcajadas y de las serpientes que son silencio y a la vez no lo son. Intentas ser David Bowie en una película de Tarantino. No pierdas la calma, solo déjate ir, métete en sus problemas, sé la moneda que cae, eres el olor a mierda que a todos abraza, has encontrado la respuesta.

Camino después de la terapia por una vereda ancha. A mi lado hay viejos y viejas con empleadas cansadas. Ellas conversan, pero lo que más hacen es olvidarse de que llevan una vida en silla de ruedas. Anclado en los audífonos, con una canción de  Elliot Smith, sus vidas pequeñas me animan. Tengo la ligera sospecha de que no llegaré siquiera a necesitar de una. Hay veces en que pienso en el suicidio mientras veo a los niños jugar con sus madres. La idea de la muerte, por cierto, no es mía: parece, más bien, el sencillo rezago de 45 minutos recordando.

El chino en la cárcel, los amigos perdidos, esta computadora que no importa. Necesito un discman, necesito a Ramona y necesito una canción que ninguno de los dos comprenda. 

Escrito por Alberto Villar Campos @ 10:36 p. m., ,


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    Alberto Villar Campos
    Lima, Peru
    "Y de pronto apareció por ahí ese maldito iceberg llamado Poesía o Literatura o Aburrimiento o lo que fuera con la única condición precisa de no devenir en Aburrimiento ni por un instante…". (Pablo Guevarra)
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