CINESÍFILIS

29/03/13, 12:12


La música.

No es una cuestión de perder tiempo: todo lo contrario. Nos merecemos más tiempo y música, más sinrazón. Menos espacios de lógica. Ahora que estamos reunidos pero tan desunidos. Ahora que nos creemos tanto siendo tan poco. Me divido, me parto en un rayo: soy dios.

Espero que algún día el calor de cientos de tristezas me conviertan en un tipo alegre, desconfiado, desgarrado, sin embargo; pero hambriento y caminante y sopesando la gracia del resto, de los otros.

Las guitarras, el eco sonriente, frío y caliente, desnudo, la voz que se cae y se apaga, que es como un chillido malévolo, siniestro, pesado como un pecado. Como un pescado.

Una imagen salada: despierto y me he convertido en una cucaracha. Respiro, tengo una boca, y en mis ojos comparten un solo espacio la rabia y la resignación. Tengo un casco, las uñas pintadas, un terno gris aparta el cáliz de todas mis podredumbres. El terno es gris, la gracia es eterna. Bajo mi rostro, el brillo de una laguna maravillosa, llena de orín.

El grito es desgarrador. Y la escritura, mínima. Hemos estado perdiendo el tiempo, le dije. Pero lo hemos aprovechado, o algo así, me respondió. Mete la llave, enciende el auto, pone primera, lo apaga. Creí que teníamos algo, pero hemos perdido el tiempo, repito.

No nos dejamos de querer, simplemente algo nos alejó.

No es que nos hubiéramos dejado de querer, es que algo simplemente nos alejó.

Simplemente nos dejamos de querer, no es que simplemente nos alejáramos.

El auto se enciende, el eco de una sonrisa nos lleva de encuentro: es difícil sentirlas alrededor, como demonios que flotan sobre nuestros cadáveres, mientras sabes que nos espían, mi amor.

Nos han entregado el regalo del espacio.

Son las cero con cuarenta y dos. No hay más qué decir salvo esto: tengo y prefiero cerrar los ojos.

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La música se enciende, es como un rebote, un disparo, como todas esas cosas que, cuando niño, te asombraban. O te atemorizaban. Julio no recuerda cuándo fue exactamente el momento en que de la guitarra pasó a leer diarios y a perderse todo lo que valía realmente la pena. Pero se imagina que quizá fue al poco tiempo de salir del colegio. Ya no había marihuana, esas tonterías de viernes que por las noches solían armar en casa de un amigo, en La Molina, ese parque viejo e inmenso en donde todos los ricos se van a podrir hasta que los entierran.

Es un sujeto deprimido, pero al que la música le gusta. Le gusta el color, la melancolía, las desfachateces, la imagen en blanco que aparece después de cada gran momento. La melancolía, palabra tan exacta, tan menor, como un cabello. La barra azul que me indica varias cosas: cantidad de páginas, cantidad de palabras, idioma, modo de lectura y diseño de impresión, acercar o alejar.

El bus se detuvo en el paradero 58 y la música, breve y potente, era La Hermana Menor. Había descubierto sus canciones una noche cualquiera en que, sentado en su pequeña oficina, terminaba de conversar con un viejo amigo y, de pronto, por la ventana del chat, explotó el link de una canción que era como un tango pero en clave de Joy Division. Potente, austera, triste, suicida, inmortal. La guitarra nos recordaba a uno de esos viejos amigos con los que crecimos, de esos que nos habían ilusionado con armar una banda, y entonces tú te comprabas la batería, el otro el bajo y tú te resignabas a cantar. Y ni siquiera tanto, porque tu padre al final te regaló una guitarra en Navidad y fuiste feliz, más feliz incluso que el amigo ese a quien para colmo no le regalaron nada, o al otro al que sí le dieron la batería pero a las dos semanas se aburrió de verla y la despedazó  y pronto nadie volvió a hablar más de la banda. Tú, igual, seguiste con la guitarra, y tres años después, recién después de que se te pasó la tristeza y estabas ya en otro país, aprendiste a tocarla y entonces cada canción era necesaria y justa y debías tenerla, aprenderla, aprehenderla y deshacerte de ella en un instante. En lo que dura una canción punk.

Era hora de hablar con los perros y felizmente la cordura había tocado fondo. Por entonces era difícil reconocer cada pedazo de intimidad que nos rodeaba. Una pequeña muerte que arreciaba sin prisa, un desvarío solitario que se apretujaba en cada uno de tus chistes. Era tonto, de por sí, pero había que apurarse si no queríamos morirnos de frío en ese parque, en esa música, en esa guitarra, en esa canción.

En Joy Division.

Y sin embargo, nos habíamos mantenido juntos por algo: era difícil lograr que la canción fuera más lenta que nuestras voces sobre la carretera. El auto no llegaba a los paraderos 58, pero era capaz de volar a cualquier año y ese año, entonces, es el 2013. El 29 de marzo. Las doce y doce.

Escrito por Alberto Villar Campos @ 12:17 a. m., ,


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    Alberto Villar Campos
    Lima, Peru
    "Y de pronto apareció por ahí ese maldito iceberg llamado Poesía o Literatura o Aburrimiento o lo que fuera con la única condición precisa de no devenir en Aburrimiento ni por un instante…". (Pablo Guevarra)
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