CINESÍFILIS

PÁNICO



La primera vez que sentí que era parte de la historia fue hace algunos meses, cuando mis editores me enviaron a Casapalca para cubrir un bloqueo de carreteras que se había producido por una huelga de mineros. El viaje, los más de 4 mil metros de altura a los que uno, junto con el frío, se expone, las primeras y desconcertantes caminatas por una vía colmada de gentes que se atravesaban unas a otras como fantasmas, pero sobre todo, esa travesía montaña arriba de más de una hora junto con uno de los más curtidos fotógrafos del diario y un solidario minero (sin el que no hubiésemos llegado a la cima, al menos no sin ser apedreados por los huelguistas), me hicieron sentir, cuando enviaba mi informe, ya sin respiración, por la débil conexión telefónica, un verdadero periodista, uno de esos a los que uno admira aún sin realmente conocer. El sentimiento de estar listo para cualquier cosa, de pasar horas sin probar bocado o fumar, esa inconmensurable valentía que nace a partir de las interrogantes no respondidas, de la hambruna por los datos, es sencillamente indescriptible.

Cuando pensé que pasaría mucho tiempo antes de volver a sentir algo parecido, ayer, a las 6:40 p.m., un terremoto cerró mis ojos y solo los volvió a abrir cuando todo era nuevamente una hoja en blanco.

Claro: tal vez los pocos lectores de este blog terminen por irse luego de leer esto. Pero tengo que aceptar que el cine, esa pequeña delicia a la que ahora apenas me someto de vez en cuando, ha mutado en un oficio que contribuye a mi extraña felicidad.

Y entonces la tierra se mueve, tú eres nadie y, vista en cenital, Lima es una enferma de varicela. Los segundos radicalmente desconcertantes, los apurados pasos y las piernas tembleques guiándote hacia una luz amiga y el frío, siempre el frío y las lágrimas, siempre la tristeza en los momentos inoportunos. La capital en vilo y con los celulares en la oreja, tratando sin suerte de marcar bien los números de la casa, de la vieja, del amigo, de la novia. Si acaso fuera posible, alguien también esperaría que del otro lado del auricular saliera un ladrido.

Pero se acaba. Todo se detiene en un instante y entonces los ecos de un recuerdo histórico se apoderan de las cabezas que, entre silencio y silencio, atinan sólo a hablar consigo mismas.

Y pasan unos minutos y yo sé que a partir de aquí nada será igual. Ya debo haber cerrado los ojos y estoy en la escalera, rumbo a la redacción. Durante la primera hora no atinó a nada, sólo me veo allí, frente a la tele, tratando de captar los primeros sentimientos de las personas en las calles, luego de que me dijeran que soy yo el encargado de escribir la nota principal del terremoto de Lima.

Dos de mis colegas, pequeñas pero audaces reporteras, han salido ya, una a Barrios Altos y la otra, sí, al Callao. Ellas, todos lo sabemos: para hacer eso hacen falta (pero no realmente, al menos no aquí) huevos. Y vaya que los tienen.

Entonces estoy allí, frente a la tele, sudando frío, mordiéndome los pellejitos que rodean las uñas y pensando en mi madre, que acaba de viajar a Camaná en un bus. Pienso pero realmente no pienso: durante la primera hora no soy nadie. Una mujer se tira al suelo en la avenida Abancay y unos adolescentes se burlan frente a cámaras del terror colectivo. Los semáforos cambian de colores bailando un mambo horrible y los cables empiezan a poblar el outlook. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Mientras veo las imágenes tengo unos audífonos colgados en las orejas pero no oigo nada. Quiero hablar con mis hermanas, saber de mi madre. Saber algo, si se puede.

Tengo que escribir la nota principal. ¿Qué significa eso? Desde ese segundo en que el mundo te dijo basta, hasta el último posible para que las rotativas no dejen de funcionar. Una hora pasa y son ya dos cigarrillos dentro de mi cuerpo y un temblor que me hace sufrir, querer rezar, persignarme a escondidas. Entrar al baño, verme al espejo y recordar las palabras de mi editor: Dentro de algunos años van a buscar esta noticia y verán tu nombre.

Sí, pienso. Son las 8:30, tengo una nube de ideas en la cabeza y ni una sola frase que resuma lo que él, esa mujer de la Abancay, esos adolescentes burlones y mi madre viajera tienen dentro. Es genial saber que en algunos años buscarán esa noticia y verán mi nombre.

Otro cigarro mirando los añejos vitrales, esperando que, como en un temblor, nazca el miedo y pueda comprenderlo.

Entonces, mientras veo la tele, una sola palabra revienta:

-Pánico.


De cómo se juntó todo el terremoto en mi cabeza no tengo mucho que decir. Sólo recuerdo decenas de correos electrónicos, datos lanzados mientras un colega se alejaba o me daba la espalda, mis oídos atendiendo a tres noticieros en simultáneo, radios lanzando alertas en segundos, mis ojos nuevamente sobre los viejos vitrales y el vacío de la noche en movimiento.

Sólo recuerdo haber juntado para la historia pequeños retazos de lo que realmente ocurrió. Porque eso es, de algún modo, el periodismo. Sépalo desde ahora. Es una pequeña sopa de tristezas y alegrías puestas de manera que nadie realmente llore o realmente ría.

12:30 a.m. El taxi que me lleva a casa abunda en ruidos y no es el taxi sino mi cabeza. Dos horas después mi madre llega y yo, mientras me duermo, suelto unas lágrimas que tal vez esperaron demasiado.

VIDEO: Tomas exteriores del diario en los momentos del sismo. Yo soy el que está en la mitad de dos grupos de gente al 2:06.

Escrito por Alberto Villar Campos @ 10:15 p. m., ,


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    Alberto Villar Campos
    Lima, Peru
    "Y de pronto apareció por ahí ese maldito iceberg llamado Poesía o Literatura o Aburrimiento o lo que fuera con la única condición precisa de no devenir en Aburrimiento ni por un instante…". (Pablo Guevarra)
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