DIOSES
domingo, noviembre 02, 2008
Dioses, sin duda, fue la película peruana más esperada del año. Se trata del segundo largometraje de Josué Méndez, un director con una ópera prima estupenda que lanzó, tal vez sin quererlo, una pregunta que ansiaban tanto los críticos como los espectadores: ¿Es posible descubrir a un director que no se interese solo por registrar superficialmente nuestra sociedad, sus necedades y problemas, sino que sea, por sobre todas las cosas, capaz de alzar una voz (la suya) por sobre todo y descubrir una mirada personal, distinta?
Días de Santiago atrajo, sobre todo, por eso mismo, por la mirada que impuso Méndez en el protagonista de la historia, ese caminante sin rumbo en cuyos silencios y en sus escabrosos y desangelados pensamientos era posible encontrar un ritmo reprimido, pausado como violento y, en suma, odiosamente agotador. A través de las calles, en las discotecas, en esos diálogos de emociones ausentes y en las evocaciones a esa insoportable temporada en el Ejército, Santiago hablaba del desconcierto humano, de la locura, de la pobreza moral que emerge de todo ello y del futuro inexistente que –lamentablemente para él– se confunde con un presente sin forma alguna de retorno.
En Días de Santiago, los escenarios son retazos de un camino cuesta abajo, los blancos y negros de las escenas son el sello de una película donde la memoria se exprime con violencia y golpea con una fuerza indescriptible. Cine de autor, una voz que quiere decir algo además de todo lo que uno ve (o cree ver) en la pantalla.
Apoyado por Stephen Frears gracias a la prestigiosa beca Rolex, Josué Méndez se impuso una compleja tarea en este, su segundo proyecto cinematográfico: retratar las capas de la sociedad limeña a través de dos sectores que se confrontan: los ricos y los pobres. Un amante del cine común y corriente como el que escribe estas líneas hubiera esperado en Dioses no una continuación de Días de Santiago (algo que, por lógica, resulta imposible), sino tal vez el rescate de los recursos estilísticos que la convirtieron en esa suerte de paradigma de aquello que bien hubiera podido llamarse el nuevo cine peruano. Lamentablemente, Dioses convirtió una ilusionada espera en un autogol de media cancha.
¿Qué es Dioses? La sinopsis habla de los placeres, las culpas y la decadencia que una familia de clase alta limeña enfrasca en relaciones incestuosas (los hermanos Diego y Andrea), en noviazgos enmascarados entre una pareja de mundos que se oponen (el adinerado Agustín y Elisa, su novia 20 años menor) y en el sinfín de nimiedades que a estas rodean. Pero lo que vemos, en realidad, es un inútil registro que se interesa por lo más obvio y explota –o trata de hacerlo– a partir de diálogos banales y sin emoción, estos donde, quizá, el más ingenuo espectador podría suponer que se sitúa el objetivo del filme: desentrañar lo más aberrante de una sociedad que usualmente observamos como quien mira al cielo a partir de sus vacías existencias.
Quien ve Dioses se da de frente con el objetivo fallido del director: dibujar la clase pudiente con ayuda de sus extravagancias, esos rencores planteados por debajo del mantel y aquellas sonoras burlas a sus empleadas que, por lo demás, hablan en quechua cuando están solas y jamás duermen. También lo hace con la música electrónica y en los cuerpos perfectos que buscan dilatarse en las luces multicolores de una discoteca. Lo hace, también, con un embarazo inesperado que, valgan verdades, trae consigo una interrogante vergonzosa: ¿Cargar un hijo no deseado debe suponer el quiebre de una línea recta familiar donde, antes, tampoco había nada que pudiera o diera al menos la impresión de poder quebrarse? ¿No pudo ser, acaso, el noviazgo entre una chica pobre y un viejo adinerado que busca entre las tetas de ella la razón para sentirse dios, ese factor sobre el que se pudiera haber engarzado una historia con personajes que mueren al momento de interactuar, de abrir la boca?
El diccionario define la palabra Estereotipo como una “imagen o idea aceptada comúnmente por un grupo o sociedad con carácter inmutable” y eso es lo que, en Dioses, Josué Méndez caricaturizó a la perfección: Diego es solo un joven con los ojos forzadamente perdidos en cualquier lugar, achicado frente a un padre que es todo hombría, borrachera y arrechura; Andrea es una chica que no tiene nada que hacer un domingo y escoge tirarse el desayuno con su hermano y viajar en ‘pepas’ mientras su cuerpo se confunde con los del resto; Agustín es el empresario que quiere que su hijo siga sus pasos y se empeña en proteger a su descarriada y adorada primogénita; y Elisa solo quiere aprender de jardinería y comprar perfumes y pisa tierra de vez en cuando hablando con las empleadas de su casa de playa y evitando, sobre todo evitando, presentarle su familia serrana al viejo de su enamorado.
¿Qué hay además de todo eso? Algunos cortes errados en la edición, una fotografía que solo en dos o tres ocasiones logró evocar a ese magnífico plano usado de Días de Santiago, donde un personaje observa el resto del mundo (Diego a punto de bajar las escaleras del cerro en donde se refugió) como si a través de ello fuera capaz de explicarlo y olvidarlo todo.
Dioses, a fin de cuentas, es lo que menos quería de Josué Méndez: que me devolviera la odiosa realidad de un cine que no es capaz de subir un escalón sin mirar el suelo del que nace.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 6:11 p. m., ,