Agustín, rebelde sin causa
miércoles, agosto 15, 2012
La tienda de El Che se ha convertido en marca registrada
en la Ciudad Amurallada de Cartagena, pero Agustín Orozco, su dueño y la viva
imagen del guerrillero argentino, apenas sabe quién es ese personaje con el que
se tropieza cada vez que se mira en el espejo.
Un buen día Agustín Orozco
decidió que iba a pasar el resto de su vida desconociendo al hombre que veía en
el espejo. Lleva una guayabera blanca acribillada por la mugre, carga –como un
equilibrista– 49 años en las espaldas y confiesa, sin el menor asomo de culpa,
que el Che Guevara es apenas “un hombre igualitico a él”. Las barbas negras,
gruesas y desiguales esconden su cuello chamuscado por el sol, y de la sucia boina
que corona su cabeza emergen unos cabellos grasos y ondeados. Agustín dice que no
sabe casi nada del guerrillero argentino, pero de algo sí está seguro: hace 20
años armó una revolución en la Calle de la Necesidad.
Su imagen de rebelde sin causa
es una marca registrada en Cartagena. Cuando llegó al barrio de San Diego para
abrir su tercera tienda, en la que ofrece abarrotes y licor, El Che tenía ya el
rostro quemado de un veraneante, usaba esa boina pequeña y maloliente, y en su
semblante se multiplicaba la felicidad de quien se sabe extraño, pero querido.
En ningún lugar como este Agustín Orozco se había sentido tan bien. Era
perfecto. “Yo nunca fui inteligente –sostiene–. Sé leer, pero no escribir:
cuando lo hago, al rato vuelvo y leo y no entiendo lo que puse; fui siempre un hombre
de monte, pero me aburrí y a los 18 años vine pa’ Cartagena, arrimado a unos
hermanos”. En el bolsillo de la guayabera, dos lapiceros duermen el sueño de
los justos.
Agustín, el décimo de 13
hermanos, de rostro avejentado y ojos marrones, nació en San Vicente de
Antioquia y solo estudió la primaria, pero a los 8 años se había convertido ya
en el mejor vendedor de frijoles y papas del pueblo. “Mi niñez fue maluca
porque había poca comida –refunfuña–; me pasaba un año entero trabajando en la
tierra, no salía del monte, era muy fastidioso, pero, eso sí, nadie vendía tan
rápido y tan a mejor precio sus cosechas”.
Dice que, aunque es un hombre
pacífico, jamás dudó en rastrillar su Ruger calibre 38 para espantar a los
bandidos de sus negocios.
– A quien me trataba de
atracar se la iba quemando enseguida, le daba fierro enseguida. Siempre tiré al
aire, y los ladrones se iban de mi tienda diciendo ‘qué ‘jueputa cachaco, vive
haciendo tiros’.
– ¿Nunca pensó en ser un
revolucionario como el Che Guevara?
– De pronto de joven, pero
para hacer respetar las leyes, nada torcido.
– ¿Qué le parece injusto en
Cartagena?
– Que atropellan mucho al
turista, hay lugares en donde les cobran el triple por las cosas. ¡Oiga, pero
si ellos tienen plata es porque se la han ganado!
En 1963, año en que Agustín
Orozco nació, la Revolución Cubana llevaba apenas cuatro de instaurada y
Ernesto Guevara enviaba un primer grupo de guerrilleros a Argentina para tentar
la lucha armada. Se lo cuento para hablar un poco del origen de su fama, pero
el paisa ni se inmuta. Frente a ambos, varias botellas de cerveza vacías se
amontonan en una de las mesas de la tienda, mientras dos tipos prueban sonrisas
de media mañana y hablan tonterías. “Hace treinta y pico de años a mi hermano
mayor lo mandaron a pintar la foto del Che en el colegio, pero yo ni sabía
quién era. La verdad he leído poco de él, sé que era médico, guerrillero, que
estuvo en Colombia pero que no le gustó nuestra guerrilla, y que lo mataron en
Bolivia”.
Lo que sí sabe es, sin embargo, que viajeros de todo el
mundo llegan a su bar para conocerlo, para tomarse una foto con él y beber
cerveza mientras oyen boleros y rancheras. Si Juan Valdez es el café preferido
por los turistas en la Ciudad Amurallada, la tienda de El Che es el bar de mala
muerte que más extrañan al irse. Cada noche allí es una juerga fulminante: hay
baile, borrachera, desenfreno. Y los vecinos de este tipo bajito y gozón solo
saben agradecerle por algo que ni aún hoy él entiende: Agustín trajo de vuelta
la alegría a una calle necesitada.
Si algo tienen en común,
además del semblante, El Che de Cartagena y el guerrillero argentino, muerto en
octubre de 1967, es su interés por las plantas. “Me gusta coger hierbas y
probar a ver a qué saben y para qué sirven”. Sus últimos experimentos buscan
apaciguar la gastritis que le diagnosticaron en febrero pasado. Aún así,
Agustín Orozco afirma que no se resigna a llevar una “vida sana”, pues el único
deporte en el que asegura que es bueno es en el de tomar cerveza, gaseosa y
jugos ácidos.
El Che puede contar con los
dedos de una mano las veces en que, por necedad, se cortó la barba y los
cabellos, pero ahora, frente al retrato que le hizo su buen amigo Serbio Tulio
Cirka en 1996, jura que ya no lo hará más, “porque la última vez que ocurrió,
una niñita que me vio por la calle me dijo: ‘Tin maluco, así no te conozco”. A
pesar de que le gustaría tener hijos, Agustín confiesa que hace tres años unos
médicos le dijeron que su esperma era de baja calidad. “Por eso tengo que
conseguir a una mujer que quiera hacerse una inseminación”, se franquea. Luego
ríe.
– ¿Y ha tenido muchas mujeres en la vida?
Con falsa modestia, responde:
– Las tengo salteadas: una viene un día, otra al
siguiente y así. Ahora tengo tres. Ser El Che me ha dado fama, todavía no con
las extranjeras, pero las que sí ya ni me recuerdan por el nombre.
El hombre más famoso de la Calle de la Necesidad sirve
cerveza todo el día, dice que no quiere volver a los montes de Antioquia y
recuerda que alguna vez, en Venezuela, un “cobarde” le gritó, antes de subirse
a un taxi: “Qué viva el Che… pero enterrado”.
(*) Reportaje escrito para el taller "Cómo se escribe en periodismo", de Miguel Ángel Bastenier, organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en Cartagena de Indias.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 4:20 p. m., ,
El regreso a África
lunes, agosto 13, 2012
Las muertes en San Basilio de Palenque duran nueve días. El
lumbalú, el rito con el que este pueblo de 4 mil habitantes despide a sus
difuntos, se ha conservado vivo hasta la actualidad. En él se mezclan el baile,
los cánticos, las lágrimas y el dolor. Y la muerte se llama María Lucrecia. (*)
Por Alberto Villar Campos.
Nueve días exactos tardó Ceferino Márquez en llegar a
África. Su cuerpo había sido consumido por la diabetes y enterrado en el único
cementerio de San Basilio de Palenque, un camposanto de muros bajos pintados de
blanco y cuya puerta está coronada por dos enormes plantas de mango y una
figura de la Virgen. Ceferino tenía 40 años y su muerte no tomó a nadie por
sorpresa: la enfermedad lo había golpeado mucho en los últimos meses. Todos
sabían que la partida de ‘Panela’ estaba cerca.
En el primer pueblo libre de América (fue liberado del yugo
español en 1613), un rito ancestral aleja de este mundo a sus muertos: el
lumbalú, una ceremonia bañada por las tradiciones africanas y que los palenqueros
han conservado intacta por más de 400 años. “Es el ritual de la muerte que
traduce un dolor colectivo”, explica Tailer Miranda, el principal gestor
cultural de esta comunidad de apenas 4 mil habitantes.
La despedida del negro Ceferino Márquez, la última que se ha
efectuado en Palenque, mantuvo el espíritu mágico del lumbalú: a lo largo de
nueve días, las mujeres de su familia, amigas y conocidas profirieron cánticos
dolientes en lengua palenque y lloraron, primero alrededor de su ataúd y,
luego, ante el altar con el que se recordaba su vida. Los amigos de su ‘cuadro’
–que es como se llama en el pueblo al entorno amical más cercano– se encargaron
de conseguir el dinero para preparar la comida, que se agasajó a los deudos en
esos días. Todos quienes alguna vez tuvieron algo que ver con el muerto deben
cumplir una tarea específica en el ritual. Los niños solo pueden ser, sin
embargo, testigos de las ceremonias, no conocerlas. Es peligroso hablarles de
la muerte muy temprano.
Moraima Simarra y Concepción Hernández son las dos mujeres
que el pueblo eligió para guiar los cánticos fúnebres en los lumbalús. Pero
estas ‘rezadoras’ viajaron a Cartagena el viernes, un día después de la partida
de Ceferino. Hoy es sábado y los niños juegan al trompo en la plaza principal,
mientras que algunos viejos contemplan en un pequeño televisor los videos de
Diomedes Díaz, el rey del vallenato. No hay sol y eso hay que agradecerlo, dice
Tailer, “porque el sol aquí sale solo para devorar”.
Al igual que Simarra y Hernández, el profesor de secundaria
Sebastián Salgado es uno de los que mejor conoce el ritual. Explica que empieza
inclusive antes de la muerte, cuando la familia y amigos del enfermo intentan
curarlo con medicinas tradicionales y, sobre todo, luchan para que no aparezca
María Lucrecia, el personaje que, en la mitología palenquera, llega al lecho de
muerte para “llevarse al enfermo”.
Salgado cuenta que dejar un instante solo a un moribundo
equivale a abrir la puerta a esta mujer con forma de calavera. “María Lucrecia
está ahí, rondando, al acecho; cuidar al enfermo crea una barrera, la persona
que lo haga no puede dormir”, agrega.
Y no solo eso: en Palenque los moribundos pueden también
anunciar su partida. Según cuenta Salgado, “un enfermo va a morir cuando le
dice a sus familiares que ya no quiere comer porque un amigo, que murió hace
años, le trajo ‘arroz de coco con pescado guisado’”. En buen cristiano,
significa que un difunto lo ha invitado a seguirlo.
Cuando Ceferino Márquez murió, todas las camas de su casa
fueron desarmadas y su familia tuvo que dormir en el suelo. La explicación para
ello es simple: se piensa que los muertos pueden tropezar con los catres al
buscar la salida. Y como cuenta el bailarín Gabriel Marimón, de 17 años, nadie puede
permanecer cerca de la puerta principal durante los rezos del noveno y último
día pues, "si el alma pasa por tu lado, puedes enfermar”.
El día del entierro, el cadáver debe ser colocado con los
pies hacia la puerta, para facilitar su “salida” de la casa y la posterior
llegada a África, el paraíso de los palenqueros, según sus creencias. Además,
el noveno día del lumbalú, los cánticos y rezos deben de repetirse en las
viviendas que más frecuentó: las de sus amigos más cercanos. De lo contrario,
es probable que se lo vea “deambulando” por allí. Salgado explica que, según la
cosmovisión del pueblo, una persona tiene tres almas: una deja que el cuerpo con
la muerte y otras dos que deben irse de su casa y del pueblo.
Los palenqueros son gente que pasa la vida preparándose para
morir: la mayor parte manda confeccionar los trajes y vestidos con los que
quieren ser enterrados después de cumplir los 50 años, cuando alcanzan la
madurez. Los cadáveres de las mujeres tendrán, a su vez, que ser maquillados y
peinados por sus comadres, pues así lo exige la tradición.
El día en que murió ‘Panela’, las mujeres de Palenque
rodearon su féretro y le cantaron: "Chi man kongo, chi mari luango, mi
angola, juangungu me a re yama, mini ma poito o pika, mi kabesita ri alo".
La despedida a un hombre sencillo era más que dolorosa: en una lengua áspera y
musical, anunciaban al pueblo que el muerto había venido de Angola, que estaba
perdido y que las gallinas iban a comérselo, pues se había convertido en arroz.
Ceferino volvía a África por todo lo alto: con la venia de quienes más lo quisieron.
(*) Reportaje escrito para el taller "Cómo se escribe en periodismo", de Miguel Ángel Bastenier, organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en Cartagena de Indias.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 4:45 p. m., ,
Michelle se confunde con la lluvia
viernes, agosto 10, 2012
Michelle busca dinero a cambio de sexo desde hace tres meses
en Cartagena. Dice que lo hace por su madre, que sufre de insuficiencia renal. Solo
se ha enamorado una vez de un sicario, muerto hace menos de un mes. Esta es la
historia de un hombre de 19 años que sueña con operarse las tetas para ser
mujer. (*)
En una esquina de la calle 25, una oscura vía que desemboca
en el Centro de Convenciones de Cartagena, Michelle se ha cansado de jugar con
el paraguas. Pasea sin ganas su metro ochenta de estatura bajo una lluvia fastidiosa,
lenta como un vallenato al que le sobra despecho y sin embargo imperceptible
para los gringos que van en busca de parranda. Es un jueves cualquiera en una
ciudad universal, el reloj de la torre que corona a la Ciudad Amurallada marca
las 11. Para Michelle, de 19, la noche apenas empieza.
Su minifalda de jean hace que sus piernas se vean mucho más
largas. Su desordenada cabellera tiene el color de una zanahoria podrida. Michelle
se rasca la espalda, los brazos y las piernas a cada rato por el calor y la
humedad. Casi no sonríe. “Soy gay desde los diez años y empecé en esto a los 12
por mi tía, que era puta”.
Nos hemos sentado en unas escaleras sucias para hablar, pero
antes, Michelle le ha puesto precio a la conversación: 20 mil pesos por media
hora de confesiones. Es menos de los 50 mil que dice que les cobra a los
clientes por una hora de sexo. Sabe que lo suyo es un negocio, sin embargo, y,
sin perder el tiempo, lanza otra propuesta: “Vamos mejor a tu hotel, ¿no?”.
Michelle sabe que todo lo que diga puede ser usado en su
contra. Por eso, cada respuesta suya parece una mentira disfrazada. Dice que su
verdadero nombre es Camilo Andrés, que nació en Medellín y que es el mayor de
tres hermanos. Ellos, afirma, viven actualmente en un centro de ayuda para
familias pobres del Gobierno, pues su madre no puede cuidarlos a causa de su
severa insuficiencia renal. “Ella vende dulces y cigarrillos en la calle, pero
a veces me dice que no le alcanza ni pal’ pasaje, e imagínate uno que se pone a
llorar por acá, triste”.
A unos metros, dos ingleses beben cerveza y conversan. “Los
extranjeros lo tratan a uno bien, pero la semana pasada un italiano casi me
pega. Tuve que terminar el trabajo porque me estaba pagando bien, pero aquí siempre
vives en riesgo”, cuenta.
Mientras juega con su paraguas –sus manos son gruesas y
largas como las de un basquetbolista–, Michelle recuerda la primera vez que se
prostituyó. Tenía 12 años. Un acaudalado negociante de Medellín le ofreció 450
mil pesos por el ‘duro’, que es como en este negocio se le llama a tener relaciones
con un menor virgen. “Me dolió, pero uno debe cumplir –sostiene–. Después me
empezó a ir bien y dejé el colegio para dedicarme a esto por entero”.
Tres años después el negocio empezó a escasear. “No había
plata para las trabajadoras ‘sessuales’ como yo”. Michelle no ha perdido el
seseo propio de los paisas, pero en los tres meses que ha vivido en Cartagena
su piel se ha pintado de negro. La costa ha hecho de las suyas con el cuerpo de
un hombre que quiere ser mujer.
Desde hace tres meses, después de viajar cuatro años por la
costa caribeña, Michelle vive en una casa del barrio La Candelaria, por el
centro de la ciudad. Es una zona peligrosa, advierte, donde hay tantos
mosquitos como delincuentes y no pasa una noche sin que se desate una balacera.
“A veces uno no puede salir de su casa porque están metiendo bala. Yo llego
siempre a las 7 de la mañana y me topo con borrachos tirados en las calles”. Su
habitación no tiene paredes: dos cortinas separan su cama de la sala y la
cocina. Es un lugar humilde y su familia adoptiva, una anciana y su hija, le
permiten vivir allí a cambio de que pague algo de la comida.
Michelle dice que su madre no sabe que se gana la vida con
el meretricio. “Ella cree que vivo con unas amigas y trabajo en una
peluquería”. ¿No sería esa, acaso, una mejor opción? ¿Es la prostitución la única
forma de vivir que tiene Michelle en este país en el que 190 gays fueron
asesinados entre 2009 y 2010, según la ONG Caribe Afirmativo? “Es que me gusta,
da plata casi siempre y puedo darme mis gusticos [ropa y cosméticos, en ese
orden]”, responde. Ahora se encuentra ahorrando para operarse las tetas. Si
todo sale como quiere, a fin de año el travesti dejará de rellenar sus sostenes
con telas viejas.
Pero esta noche no ha sido buena para Michelle. Lleva cuatro
horas dando vueltas y ni un solo cliente la ha buscado. Ni siquiera los
conocidos de los que ha jurado nunca enamorarse. El único hombre al que amó se
llamaba Silvio, un sicario paisa que cobraba dos millones de pesos por
‘servicio’ con quien estuvo cerca de año y medio. “Era lindo, pero siempre
amenazaba con matarme: si no era de él no iba a ser de nadie, me decía”. Hace una
semana sus familiares le informaron que el hombre había sido asesinado.
Entonces el silencio se apodera de la calle. “Yo me metí en
esto por mi mamá, porque ella es la necesitada y usted sabe que uno por las
mamás hace lo que sea. Yo sin mi mamá no soy nadie y si se llega a morir, me
voy con ella. Sola no soy capaz de vivir en este mundo”.
Un auto se detiene y, por fin, los ojos de Michelle brillan
en la noche húmeda y hedionda. Ella se acerca, negocia con risas fingidas el
precio del ‘polvo’, cuando de pronto el conductor le grita unas cuantas
groserías. La venganza de la puta es certera: un golpe seco y salvaje en la
puerta del copiloto. El carro se aleja veloz. Ella ni se da por enterada.
Frente a mí, este hombre vestido de mujer no se da por
vencido. “Dame 20 mil pesos más y nos vamos a la cama”.
(*) Reportaje escrito para el taller "Cómo se escribe en periodismo", de Miguel Ángel Bastenier, organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en Cartagena de Indias.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 4:01 p. m., ,