29/03/13, 12:12
viernes, marzo 29, 2013
La música.
No es una cuestión de perder tiempo: todo lo contrario. Nos merecemos más tiempo y música, más sinrazón. Menos espacios de lógica. Ahora que estamos reunidos pero tan desunidos. Ahora que nos creemos tanto siendo tan poco. Me divido, me parto en un rayo: soy dios.
Espero que algún día el calor de cientos de tristezas me conviertan en un tipo alegre, desconfiado, desgarrado, sin embargo; pero hambriento y caminante y sopesando la gracia del resto, de los otros.
Las guitarras, el eco sonriente, frío y caliente, desnudo, la voz que se cae y se apaga, que es como un chillido malévolo, siniestro, pesado como un pecado. Como un pescado.
Una imagen salada: despierto y me he convertido en una cucaracha. Respiro, tengo una boca, y en mis ojos comparten un solo espacio la rabia y la resignación. Tengo un casco, las uñas pintadas, un terno gris aparta el cáliz de todas mis podredumbres. El terno es gris, la gracia es eterna. Bajo mi rostro, el brillo de una laguna maravillosa, llena de orín.
El grito es desgarrador. Y la escritura, mínima. Hemos estado perdiendo el tiempo, le dije. Pero lo hemos aprovechado, o algo así, me respondió. Mete la llave, enciende el auto, pone primera, lo apaga. Creí que teníamos algo, pero hemos perdido el tiempo, repito.
No nos dejamos de querer, simplemente algo nos alejó.
No es que nos hubiéramos dejado de querer, es que algo simplemente nos alejó.
Simplemente nos dejamos de querer, no es que simplemente nos alejáramos.
El auto se enciende, el eco de una sonrisa nos lleva de encuentro: es difícil sentirlas alrededor, como demonios que flotan sobre nuestros cadáveres, mientras sabes que nos espían, mi amor.
Nos han entregado el regalo del espacio.
Son las cero con cuarenta y dos. No hay más qué decir salvo esto: tengo y prefiero cerrar los ojos.
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La música se enciende, es como un rebote, un disparo, como todas esas cosas que, cuando niño, te asombraban. O te atemorizaban. Julio no recuerda cuándo fue exactamente el momento en que de la guitarra pasó a leer diarios y a perderse todo lo que valía realmente la pena. Pero se imagina que quizá fue al poco tiempo de salir del colegio. Ya no había marihuana, esas tonterías de viernes que por las noches solían armar en casa de un amigo, en La Molina, ese parque viejo e inmenso en donde todos los ricos se van a podrir hasta que los entierran.
Es un sujeto deprimido, pero al que la música le gusta. Le gusta el color, la melancolía, las desfachateces, la imagen en blanco que aparece después de cada gran momento. La melancolía, palabra tan exacta, tan menor, como un cabello. La barra azul que me indica varias cosas: cantidad de páginas, cantidad de palabras, idioma, modo de lectura y diseño de impresión, acercar o alejar.
El bus se detuvo en el paradero 58 y la música, breve y potente, era La Hermana Menor. Había descubierto sus canciones una noche cualquiera en que, sentado en su pequeña oficina, terminaba de conversar con un viejo amigo y, de pronto, por la ventana del chat, explotó el link de una canción que era como un tango pero en clave de Joy Division. Potente, austera, triste, suicida, inmortal. La guitarra nos recordaba a uno de esos viejos amigos con los que crecimos, de esos que nos habían ilusionado con armar una banda, y entonces tú te comprabas la batería, el otro el bajo y tú te resignabas a cantar. Y ni siquiera tanto, porque tu padre al final te regaló una guitarra en Navidad y fuiste feliz, más feliz incluso que el amigo ese a quien para colmo no le regalaron nada, o al otro al que sí le dieron la batería pero a las dos semanas se aburrió de verla y la despedazó y pronto nadie volvió a hablar más de la banda. Tú, igual, seguiste con la guitarra, y tres años después, recién después de que se te pasó la tristeza y estabas ya en otro país, aprendiste a tocarla y entonces cada canción era necesaria y justa y debías tenerla, aprenderla, aprehenderla y deshacerte de ella en un instante. En lo que dura una canción punk.
Era hora de hablar con los perros y felizmente la cordura había tocado fondo. Por entonces era difícil reconocer cada pedazo de intimidad que nos rodeaba. Una pequeña muerte que arreciaba sin prisa, un desvarío solitario que se apretujaba en cada uno de tus chistes. Era tonto, de por sí, pero había que apurarse si no queríamos morirnos de frío en ese parque, en esa música, en esa guitarra, en esa canción.
En Joy Division.
Y sin embargo, nos habíamos mantenido juntos por algo: era difícil lograr que la canción fuera más lenta que nuestras voces sobre la carretera. El auto no llegaba a los paraderos 58, pero era capaz de volar a cualquier año y ese año, entonces, es el 2013. El 29 de marzo. Las doce y doce.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 12:17 a. m.,
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Agustín, rebelde sin causa
miércoles, agosto 15, 2012
(*) Reportaje escrito para el taller "Cómo se escribe en periodismo", de Miguel Ángel Bastenier, organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en Cartagena de Indias.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 4:20 p. m.,
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El regreso a África
lunes, agosto 13, 2012
Escrito por Alberto Villar Campos @ 4:45 p. m.,
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Michelle se confunde con la lluvia
viernes, agosto 10, 2012
Escrito por Alberto Villar Campos @ 4:01 p. m.,
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Entrevista a Moises Saman: "La gente piensa que como soy fotógrafo de guerra, me pinto la cara de negro".
sábado, abril 07, 2012
Moisés Saman nació en Perú hace 38 años, de padre peruano y madre española, es el único peruano que ha logrado ser invitado a formar parte de la agencia Magnum, creada en 1947 por los famosos reporteros de guerra Robert Capa y Henri Cartier-Bresson, entre otros. Aunque todavía le faltan 4 años para convertirse en uno de sus miembros vitalicios, el fotoperiodista tiene bastante para mostrar: es un verdadero reportero de guerra (aunque para él la palabra tenga una carga ofensiva, pues dice que la gente suele ver a esta casta de periodistas como robots o insensibles) que ha cubierto revoluciones y guerras en Afganistán, Iraq, Pakistán, Nepal, Haití y el Líbano.
Para él, en estos tiempos donde abundan los fotorreporteros viajando por todo el mundo, lo más importante es tener una mirada personal que va más allá de la propia guerra, el lado más humano de los personajes a los que fotografía. Como reportero de guerra, le ha tocado ver muchas cosas y no ha estado ajeno a las presiones de una batalla: cruces de balas, gente muriendo enfrente suyo. Él dice que, aunque no debe perder de vista su verdadera tarea dentro del reporteo (ser un testimonio visual), le ha tocado ayudar a la gente que veía sufriendo.
Sin embargo, lo más fuerte en su trabajo ha sido perder a grandes amigos colegas en el último año: perdió a tres. Ha ganado premios del World Press Photo, actualmente vive en El Cairo, Egipto, a tres cuadras de la Plaza Tharir, una famosa plaza donde el año pasado, además, empezó la revolución egipcia que derrocó a Hosni Mubarak. Antes de ello, tenía pensado cambiar su lugar de residencia a Lima, un lugar donde también ha viajado y donde ha encontrado que se puede relajar surfeando. Actualmente, expone en el Centro de la Imagen "Crónica de dos revoluciones", sobre los conflictos en Egipto y Libia.
Naciste en el Perú, pero te fuiste cuando apenas tenías un año…
Sí. Mi padre es peruano y mi madre, catalana. Se conocieron cuando él estaba estudiando en España. Luego de casarse, decidieron volver a Lima y yo nací acá. Creo que vivimos en San Isidro. La familia de mi padre es del Callao y, cada vez que vengo, voy a verlos.
¿No tienes recuerdos del Perú?
Hace tres años empecé a viajar bastante a Lima. Quería descubrir el país y explorarlo también como fotógrafo. Llegué y me sentí a gusto. Conocía algo la cultura pero, aunque me siento peruano, no tengo el acento ni bailo salsa (risas). Es una parte que estoy descubriendo. Veo a la familia de mi padre cada vez que vengo.
¿Y no volviste cuando eras niño, no guardas alguna imagen de eso?
Lo hice en 1981, cuando tenía 7 años. Algo que recuerdo y me chocó fue ver a tantos soldados y policías en las calles de Lima. Era una época fuerte, creo. Lo otro que recuerdo es una heladería en Miraflores que tenía este helado llamado payaso. No mucho más.
¿Cómo llegas a la fotografía?
A los 18 años viajé a Los Ángeles a estudiar sociología y comunicaciones. En el último año de la universidad, no tenía muy claro lo que quería hacer. El gusto por viajar y conocer otras culturas me viene de familia, pero no sabía cómo acoplar eso a alguna profesión. La foto llegó un poco de golpe. Tomé una clase ayudé en el periódico de la universidad. Me gustó y gané unas prácticas en un periódico de San Diego.
Tu fotografía destacó, entonces…
No sé si tanto, creo los profesores vieron mi interés, porque eran unas fotos malísimas (ríe). No es que el talento salió de golpe, eso llevó años. Hay gente que parece llevarlo adentro y no necesita aprender, pero no sé si fue mi caso. Lo mío fue una curva a través del tiempo. Luego de graduarme, me ofrecieron unas prácticas en un diario de Nueva York. Allí empecé mi carrera.
¿Cuál fue tu primera comisión de viaje?
En “Newsday”, me asignaron ir a El salvador a hacer un reportaje sobre la migración de una familia que llegó a Long Island y cuyos dos hijos murieron en un accidente en Estados Unidos. Decidimos seguir a la familia para el entierro. Era el año 2000. Paralelamente, hacía foto de noticias policiales, incendios, de todo.
¿Cómo llegas a ser reportero de guerra?
La verdad que el término de reportero de guerra no me gusta, pues te limita bastante y la gente suele tener una idea de lo que eres y haces. Yo no soy un fotógrafo que solo se interesa en eso y dentro de la guerra hay varios tipos de acercamientos. Yo intento tener el mío, que es bastante personal. La gente cree que como soy fotógrafo de guerra me pinto la cara de negro.
Pero, digamos, estás en Magnum, has cubierto guerras y revoluciones y en tu exposición muestras una realidad dura a partir de ello…
Yo trabajo en situaciones difíciles, en conflictos, pero siempre intento buscar más la humanidad que la guerra en mis fotografías, busco ese sentido común que une a las personas en situaciones extremas como las batallas. Sí he hecho fotos en momentos de combate, pero ninguna foto de la exposición es así. Yo intento buscar alegorías y confusiones en una suerte de fotografía no acabada, donde no tengas toda la información, sino que te provoque preguntar más, a querer saber más sobre lo que está pasando. Ver otra foto de un niño malnutrido en África no creo conecte tanto con la gente, pero si lo fotografías de una forma que muestre ternura o quizá algo inesperado, tal vez así haya más una buena acción frente a ella.
James Natchwey, un colega tuyo, criticaba a los fotorreporteros que no sentían nada al entrar a una guerra…
Ese es mi gran miedo y en parte por eso me opongo al término de fotógrafo de guerra. Creen que somos robots que llegamos en paracaídas, hacemos nuestro trabajo y nos vamos. Esto no es real, porque si tienes un poco de sentimiento o corazón vas a sitios difíciles y te afectan mucho. Lo que ves no es fácil de olvidar. Y los fotógrafos que son así, fríos, calculadores, se notan en las fotos. Les falta humanidad. Yo me muevo dentro de un grupo pequeño de fotógrafos que hacemos esto por años. Pero cada cierto tiempo, ves a las nuevas generaciones, gente joven que llega con los ideales errados, como egoístas. Entre amigos los comparamos con esas personas que se van de pesca a ver quién saca el pez más grande para hacerse la foto en el puerto. Es un poco trivial, ver quién es el más macho, quién es el que tiene la mejor foto y, con ello, te olvidas de la gente un poco, de lo que realmente está pasando.
¿Cómo lidias con el miedo en la guerra?
No es fácil. No creas que tengo una adicción a la adrenalina, yo me muero de miedo como cualquier otra persona que estuviera allí. No serías humano si no lo sintieras. Es difícil de explicar, pero pienso que estoy allí por algo importante y tengo el privilegio y la responsabilidad de ser un testimonio independiente. Como periodista independiente, tienes un rol, sobre todo en esta sociedad donde todas las noticias son como el Facebook, Twitter, todo muy rápido y sin contexto, algo que falta para entender lo que está pasando.
Natchwey decía también que cada vez hay menos espacios para mostrar imágenes sobre la guerra…
Las publicaciones cada vez sin menos y hay más fotógrafos. Por eso yo me he interesado en desarrollar una visión más personal porque es lo que te ayudará a destacar. Siempre habrá gente dispuesta a hacer lo que sea por más o menos dinero.
¿Qué es lo que buscas transmitir con tus fotos?
Buscar siempre algo que conecte al espectador con la foto. No tiene que ser un beso sino ese momento íntimo que toque a una persona de aquí como de Siria o China. La humanidad es universal y hay gestos entre personas, movimientos que nos unen. Busco eso dar esperanza y protagonismo a una persona que sufre, pero que lo hace con dignidad.
¿Cómo sacar a relucir esas emociones en situaciones donde hay que lidiar con el miedo, la indignación o la tristeza?
Siempre debes encontrar esta conexión con la persona que fotografías y, muchas veces, en situaciones muy extremas, la gente aprecia que estés allí como testimonio. La gente suele creer que a nadie le importa que maten o bombardeen y de golpe ven que hay un interés. A veces es lo contrario: no te dejan entrar o que veas, pero cuando hay esta conexión es muy especial, se olvidan de ti y puedes lograr un poco esa intimidad que para la fotografía es esencial.
¿Qué momento en tu trabajo ha sido crítico?
No sé si hay uno porque cada uno fue crítico en su momento. El estar bajo fuego en situaciones donde no te puedes mover, por ejemplo. Aunque lo más difícil es cuando pierdes a tus compañeros y este último año ha sido especialmente fregado por eso: se han muerto tres amigos. Uno de ellos, a quien homenajeé en la muestra, es Anthony Shadid. Con él trabajé bastante en Egipto. Murió a mediados de febrero de un ataque de asma mientras trataba de cruzar la frontera de Siria. Eso es lo que duele de verdad.
¿Hoy se muestra lo que realmente ocurre en lugares donde hay conflicto como Siria?
Lo que veo no está nada mal, pero hay más restricciones de acceso. En Siria el acceso para periodistas es muy limitado, porque si las fuerzas del gobierno te pillan te fregaste. La gente, por eso, se mete ilegalmente. El peligro es increíble y aún hay un montón de cosas que es imposible ver.
¿Quiénes sí pueden dar ese testimonio?
Ahora mismo, el civil, con su celular. Por eso hay tantos videos de YouTube, es su lado bueno, porque es un primer intento para que la sociedad vea lo que ocurre. Pero hay una gran diferencia entre esto y el periodismo investigativo.
¿Cómo se ingresa a Magnum?
Es un proceso de seis años. Primero eres un nominado, luego de dos años te conviertes en socio y, finalmente, a los seis pasas a ser miembro vitalicio. Yo estoy en el segundo año. Ahora debo enseñar un trabajo que he hecho, sobre el que sus miembros votarán y decidirán si sigues o no. Entrar es complicado.
¿Te llaman o postulas?
Es una mezcla. Yo tuve que presentar mi portafolio pero para tener una oportunidad seria debe haber miembros que te presenten. Magnum no es solo una agencia de fotoperiodistas, allí somos la minoría. La mayoría están envueltos en el mundo del arte, en los retratos, la arquitectura. En fotoperiodismo tradicional, seremos 5 o 6.
Entrar debe ser tu meta.
Siempre lo fue, cuando me interesé por la foto siempre vi a Magnum y es un sueño hecho realidad ser parte de esta agencia, sobre todo por su historia, mística y compromiso con la fotografía. Tienen una gran ética y ser parte de eso es también ser parte de la historia.
¿En algún momento ayudaste a alguien que estuviste fotografiando en una comisión?
Claro que ayudas e intentas hacer lo que puedas, pero tu rol allí es otro, es documentar lo que está pasando. ¿Cuántas veces han matado alguien enfrente mío o le han disparado? Muchas. Pero no somos robots, claro que ayudas. También hay muchos malos ejemplos.
¿Cuánto tiempo pasas fuera de tu casa?
Suelo viajar 9 meses por año. Es difícil tener una vida normal. Siempre te pierdes el casamiento de un amigo, no eres una presencia muy marcada en un lugar. Hace ocho meses que vivo en el Cairo (Egipto), donde tengo mi base ahora, pues he estado viajando por la zona, pero también quería pasar un poco más de tiempo en casa.
Saman no es, precisamente, un apellido peruano…
Saman viene de mi descendencia palestina. Y la verdad no sé exactamente la trayectoria de mi familia pero obviamente tengo de allí.
¿Qué te gusta del Perú?
La comida me encanta y ahora me estoy metiendo más en el tema del surf, gracias a mis amigos. Es una forma de relajarme y estar cerca del mar, sobre todo porque vivo en El Cairo. Justo antes de mudarme allá pensaba venirme a vivir a Lima, pero luego empezó la Primavera Árabe y la revolución en Tunicia y mi vida se fue para allá. En algún momento me gustaría vivir acá. Me gusta que la vida acá sea más relajada, es una cultura diferente a la árabe o la musulmana, donde todo es más ‘heavy’. El latino es más ligero, más de fiesta, más alegre.
¿Qué quieres que el peruano sienta con tu muestra?
Expongo dos trabajos: uno sobre Egipto, que es parte de un trabajo más extenso y busca explicar la vida tras la revolución en ese país complicado. Es una visión muy personal sobre el Cairo como una ciudad histórica, increíble aunque muy densa, con muchos problemas, corrupción y donde todo está centrado en la plaza Tahrir, donde hubieron las principales manifestaciones. Yo vivo a dos cuadras de esa plaza. Es como un poema visual. La serie de Libia partió de un viaje a Tripoli, adonde fui invitado por el gobierno de Gadafi junto a un grupo de periodistas extranjeros. Fue muy especial ver este régimen tan agresivo y problemático. Y el viaje fue un desastre porque todo era muy manejado, una mentira: estábamos encerrados en un hotel, solo nos podíamos mover en autobús y no podíamos salir a la calle ni entrevistar a la gente. Pero fue como estar en una burbuja súper interesante.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 8:45 p. m.,
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El espacio gris.
sábado, marzo 24, 2012
Escrito por Alberto Villar Campos @ 10:36 p. m.,
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domingo, febrero 26, 2012
Escrito por Alberto Villar Campos @ 12:41 a. m.,
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Pablo Stoll: "El hecho de seguir respirando todos los días es un homenaje a Rebella"
lunes, junio 27, 2011
El viernes pasado, el cineasta uruguayo Pablo Stoll llegó con 45 minutos de retraso a la Ex Culpable, en Barranco. Había pasado el día entero eligiendo a los ganadores del premio de largometrajes del Conacine. No se le notaba cansado sino al revés: al entrar a la sala que funciona como auditorio en esta casa vieja donde el arte abunda, lo hizo con una gran sonrisa en la cara, una sonrisa entre timida e ilusionada pero sincera. Luego abrazó a Rodrigo Quijano, el artista y el amigo, y, finalmente, se paró frente al público. Unos cuantos aplaudieron, el resto, quizá, pedía, silenciosamente, explicaciones por la tardanza. “Vengo de trabajar con el gobierno peruano, y les agradezco por haberme pagado con sus impuestos”, bromeó.
A unos días de que se cumplan cinco años de la muerte de Juan Pablo Rebella, con quien filmó la entrañable 25 watts y Whisky, Stoll ha decidido seguir llevando el luto de su mejor amigo en la ropa y en su cabeza. Y vino a presentar “Hiroshima”, su primera película en solitario, filmada en el 2009. "Hiroshima" es la historia de su familia contada a través de la vida de su propio hermano, un tipo que trabaja de noche, casi no duerme y menos habla, que rolea sus propios cigarrillos y oye mucha, muchísima música under uruguaya. Pero también es la historia sobre su amor por la gente extraña y por las situaciones absurdas y por los silencios. Vino a Lima a presentar la peli y eligió a Barranco porque seguramente esta es la única manera en que se la podrá ver aquí. Aunque no: después de la proyección, vi a un hombre llevarse una copia mientras sonreía. Luego supe que el disco se lo entregó el propio uruguayo, y que ahora se vende en Polvos Azules.
Esta es la entrevista* de un fan a un hombre que hace comedia pero no le creen.
¿Cómo se dio la invitación para ser jurado del Conacine?
Recibí un correo de la institución y me pareció interesante volver a Lima con una razón. No conozco mucho de cine peruano y no sé qué podía aportar al concurso (rie), pero estuvo bueno. El grupo de jurados estuvo bastante interesante. Tuve un mes para leer 21 guiones. Era bastante laburo leer todo eso en ese tiempo y tener una idea de lo que estábamos diciendo. Por lo demás, es la cuarta vez que estoy aquí, en una ciudad que me gusta y en la que tengo muchos amigos.
Años atrás, Juan Pablo Rebella y tú despotricaban contra el cine latinoamericano que vende pobreza “for export”. ¿Viste eso en los guiones que te tocó leer?
Traté de evitar aquellos que lo tenían. Lo que vi fue una apuesta bastante fuerte por el género del ‘thriller’ o similares. Como en todos lados, habían cosas muy bien y otras espantosas.
¿Fue difícil elegir a los ganadores?
No, el acuerdo y la deliberación fueron bastante rápidos. Las entrevistas con los directores me hicieron identificarme con ellos.
Hace años comentaste que el cine uruguayo no existía…
Sí. Ahora hay películas. El año pasado, por ejemplo, se estrenaron 10 películas, lo que fue un momento inpensado…
¿“Hiroshima”, tu primer proyecto en solitario, lo presentaste a concursos?
“Hiroshima” no se presentó porque es una película muy extraña y personal como para enviarla a un fondo a que sea evaluada por un jurado. Por suerte, tuve la posibiliadd de hacerla, tenía la plata y la hice con 14 amigos en diez días. Mi último proyecto, “Tres”, sí lo presenté, y fue premiado.
¿Por qué te pareció que no podía participar?
En realidad no tenía ganas de explicarle a nadie por qué la quería hacer muda y por qué iba a haber esa música uruguaya súper ‘under’ que no la conoce ni Dios. Estaba en la posición ideal para hacerla sin tener que pasar por todos esos filtros.
¿Esta película la tenías pensada cuando Rebella estaba vivo?
Sí, y quedamos en que la iba a hacer yo solo. La película nació por la necesidad de acercarme a mi hermano y, si este me hubiera dicho que no quería actuar en ella, simplemente no la hubiera hecho.
¿Qué pasó contigo tras la muerte de Juan Pablo Rebella?
Pasé dos años sin hacer cine, haciendo televisión, un programa de humor nada qué ver…
¿Fue una decisión abrupta?
Fue una cuestión casi física. No podía encarar un rodaje o alguna situación así. Hice un par de videoclips, hice tele. Fue como el momento de retraerme y ver qué hacía. Sabía que iba a hacer cine, pero me tomé mi tiempo…
En los créditos finales de “Hiroshima” le dedicas la película a Rebella…
Sí. Lo hice, primero, porque creo que le hubiera gustado. Segundo, porque el hecho de seguir respirando todos los días es como un homenaje a Rebella. Yo pienso en Rebella un promedio de dos veces por hora. Y su muerte fue muy rara para mí en su momento y sigue siendo rara y es una cosa de la que no me voy a recuperar en el sentido estricto...
“Tres”, la película en la que trabajas ahora, fue un proyecto que ambos tenían juntos…
De hecho, estábamos trabajando en ella cuando murió. Teníamos 36 paginas escritas y a mí me costó releerlas. Despuéds de ello empecé a escribir el guion de cero y, cuando terminé, lo que encontré era bastante parecido a lo que escribimos al inicio.
¿De qué trata la película?
Es una película sobre un padre que decide volver a la vida de su ex mujer y su hija y cómo ocurre eso. Está contado en un tono de comedia rara…
La comedia es una constante en sus películas…
Yo le digo a la gente que siempre hice comedias y no me creen. Todas mis películas son comedias, raras pero comedias…
…pero en las que también hay drama…
No hay melodrama, nada de drama profundo, pero sí drama cotidiano. Las películas son como absurdas y hablan desde ese lugar. El absurdo te ayuda a ver en perspectiva las cosas que te pasan y a no tomártelas tan en serio…
¿Fue difícil mover comercialmente “Hiroshima”?
En España se estrenó por Internet. En Uruguay sí se estrenó en salas y en EE.UU. también. Sé que le fue muy bien en Seattle… (risas).
¿Por qué no se estrenó acá? ¿Te han llamado del festival de cine de la Católica?
No me han invitado, pero no pierdo las esperanzas…
Rebella y tú solían ser bastante críticos con el cine: podían odiar o adorar una película. ¿Cómo ves el cine latinoamericano desde esa perspectiva?
A mí me sigue pasando todavía lo de amar u odiar. El cine latino tiene sus problemas, como todo el cine, pero yo ahora trato de ser bastante selectivo. Hay directores que no voy a ver porque sé que no me van a dar nada nuevo. Ahora, con el cine en general, ultimamente veo bastante cine viejo. Me parece que el cine no tiene edad y que puedes disfrutar una película de Preston Sturges igual que una de “The Hangover”.
La música era algo que te unía a Rebella y eso se nota claramente en las películas…
Era algo que nos unía como amigos. Juan era músico y en “Hiroshima” hay música suya. Él era músico muy privado: tocó en vivo como tres o cuatro veces. “Tres” es también bastante musical, de hecho tiene partes enteramente musicales.
¿La música peruana te interesa?
Para “Tres” quería poner la versión de Los Belkings de un tema de los Shadows, pero no pude. Fue un problema de derechos… **
¿Qué es para ti Rebella?
Es lo mismo de siempre: el mejor amigo que tuve. A pesar de que lo conocí en la universidad, pasamos diez años muy juntos. Él sigue siendo un tipo con el que tengo mucho en común más allá de que se haya matado…
¿Eran una sola cabeza a la hora de crear?
No, de hecho peleábamos bastante. Teníamos diferencias importantes…
¿No ha quedado un proyecto inconcluso de ambos?
Teníamos un montón de cosas escritas juntos, pero mi computadora me la robaron. Así que nunca más van a aparecer y capaz que está bien…
(*) La entrevista fragmentada salió publicada hoy en El Comercio.
Etiquetas: cine uruguayo, hiroshima, juan pablo rebella, pablo stoll, rock
Escrito por Alberto Villar Campos @ 8:41 p. m.,
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