FRANK SINATRA: DE AQUÍ A LA ETERNIDAD
miércoles, abril 26, 2006
Escrito por Alberto Villar Campos @ 10:54 a. m., ,
HOSTEL (en una palabra)
sábado, abril 22, 2006
Basura.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 5:18 p. m., ,
MATCH POINT
viernes, abril 14, 2006
En Viernes Santo, me confieso: No he podido nunca terminar una sola de las películas de Woody Allen. Tal vez sea apenas uno de muchísimos a los que les ocurre y, seguramente, uno de los pocos que se atreve a aceptarlo. No sé por qué pero, hasta ayer por la noche, el Allen director era un tipo demasiado nervioso y autobiográfico –y cómico y “muy de mundo” y muy polémico y musical y etc. y etc.– como para lograr acaparar mi atención.
Hasta ayer por la noche, repito, en que vi “Match Point”, su última película.
¿Cómo empezar a hablar sobre alguien a quien se ha mantenido alejado tanto tiempo sobre todo por los prejuicios a su persona?
Fácil. No hablando de él, sino de su obra.
“Match Point” es, en primer lugar, un estupendo ejercicio de narración –a estas alturas, el lector habrá notado mi predilección casi salvaje por las películas estructuralmente bien desarrolladas–, que en sus poco más de dos horas no erige ningún tipo de trama complicada y, más bien, intenta hablarnos desde lo universal –un individuo del que no tenemos mayor referencia y que, en su intención desmedida por ascender socialmente, se verá inmerso en una serie de situaciones emocionalmente distintas–. Vemos en él a un hombre sereno pero ansioso –muy dentro suyo– por escalar y lograr aquello para lo que –según las leyes de la jungla del primer mundo– no estuvo hecho: el éxito. Lentamente, y según dicta el azar, su vida cambiará para mejor: conocerá a una mujer rica que le ayudará a conseguir lo que se propone y que a cambio sólo pedirá un amor sencillo, sin complicaciones. El hombre, claro, jugará a dárselo. Y tras de ello conocerá a otra mujer, de la que sí se enamorará. Perdidamente. Como debe de ser.
Son esas locuras en las que uno se mete por pasión, lujuría y una fantasía que doblega hasta al más duro. Una obsesión que, con el tiempo, se tornará más cauta y medida, en la medida en que todo lo que el protagonista ha construido gracias a la primera mujer continue igual.
Pero claro, como el destino no guarda relación alguna con las intenciones que uno tiene, pronto la vida del tipo se irá desordenando, entrando a una especie de tensa incertidumbre, poco o nada placentera. Y será como el ejemplo ese del partido de tenis donde, con un revés, de pronto la bola da contra la red y se detiene milésimas de segundo en el aire y uno no sabe si caerá, finalmente, en nuestra cancha o en la del rival.
La incertidumbre. El blanco o el negro. La fugacidad.
¿Qué hacer ante ello? ¿Ante un amor verdadero que no le dará todo lo que él ahora tiene (dinero, posición social) pero que es satisfactorio, al parecer el amor que uno busca toda la vida? ¿Se puede vivir una doble vida toda la vida?
Aunque ignorante de su filmografía, intuyo que el Woody Allen de esta película debe haber llegado a una madurez perfecta que le permite no sólo contar historias magistralmente sino además descubrir ciertas falencias humanas que uno imagina sólo para la ficción. El protagonista se debate, como muchos de nosotros en casi toda nuestra vida, entre dos opciones complicadas, como son lo material y lo inmaterial, lo pasajero y lo que creemos eterno. La serenidad de una vida sin hambre o el amor que duele. Me pregunto si será mejor vivir una vida que no es nuestra pero con la que nos hacen crecer y soñar y no la que realmente, muy dentro, queremos, pero que es un lastre de arribabajo.
Y elige, claro. Elige como nunca otro. Elige magistralmente, sorprendiendo. Trabándolo todo, dándole vuelta a un mundo que creíamos debía llegar a su final –aunque tal vez no así–.
Con filmes como éste, que interroga pero no presiona, que desnuda las capas que como individuos tenemos derecho a cargar, puedo pasar del prejuicio innato al interés desmedido en segundos. Y aunque en este instante dudo en ir o no a buscar la filmografía que me he perdido de este hombre al que conozco tanto o más que algunos amigos, duermo tranquilo, deleitado.
Duermo con ganas de ver la bola dar vueltas en el aire, mi mirada puesta sobre ella, y con una angustia gigante, humana.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 9:46 p. m., ,
LA VIOLENCIA PRÊT-À-PORTER: CONSIDERACIONES EN TORNO A "JACK", PROTAGONISTA DE “EL CLUB DE LA PELEA”
miércoles, abril 05, 2006
El siguiente es un texto escrito por mí en el 2003 para la fenecida pero recordada revista universitaria "Héroes".
1
He aquí al Dr. Jekyll y al Mr. Hyde de nuestra era. A un Edward Norton y a un Brad Pitt en versión prêt-à-porter del clásico de R.L. Stevenson. Dos caras simpáticas rebelándose ante un mundo en el que “hamburguesa” y “bomba inteligente” son lo mismo. En donde pareciera que, al igual que la primera regla de este extraño club (“no se habla del club”), los deseos no son más que curiosas y anticuadas utopías hacia un cataclismo de la existencia. Pareciera, pero no lo es en realidad. Porque en “El club de la pelea” la confidencialidad es solamente aquello situado entre la humana cotidianeidad (llámese rutina) y la humana liberación (llámesele como sea). Es nada más que la justificación de un fin. Un derechazo al estómago un sábado por la noche…
2
Edward Norton (¿Jack?) es un hombre común: tiene un trabajo, una casa, una pila de electrodomésticos y un insomnio de seis meses. Es, para cualquiera que lo vea caminando por la calle, una ficha policial más que no se ha chequeado nunca. Es, para él y sus desesperanzas, un hombre necesitado de un urgente tiempo fuera. Y las maravillas de nuestras épocas convertirán a “Jack” en un adicto a las reuniones de “excluidos” (hombres con un solo testículo, mujeres con cáncer, divorciados, etc.) en donde el café fluye como la sangre y las lágrimas le están permitidas hasta a los más rudos. “Jack” no es un enfermo ni tampoco está divorciado, pero siente, por supuesto, que es en ellas en donde hallará la solución a sus desvelos. Luego de la primera reunión, y como un milagro, el sueño le vuelve y la vida parece normalizarse. Eso hasta que se topa con Marla, una mujer de cabellos oscuros que siempre anda fumando y que, al igual que él, recurre a la mentira como medio para alcanzar sus propias metas. Así, dibujado al femenino, Jack siente que su reflejo no le hace muy bien, y entonces vuelve al insomnio.
Aquí entra (¿o sería mejor decir se descubre?) el Mr. Hyde de esta historia: Tyler Durden (interpretado con odiosa majestuosidad por Brad Pitt), un animal inescrupuloso y de cabellera rubia en el que Jack hallará, por fin, una sombra a la que acudir en busca de descanso. Tyler Durden, no otra cosa que su alter ego ya liberado, es un mesero en un hotel de cinco estrellas, vendedor de jabones “hechos en casa” y ‘serial killer’ en la teoría y en la práctica, que compagina toda esa vida de ‘establishment’ de “Jack” pero a la inversa: la vida de Tyler es la vida de quien carece de la fe terrenal, del rebelde con causa que halla sus propias respuestas en las preguntas de los demás, del desenfadado por naturaleza al que no le queda otra que satisfacer hedonistamente todas y cada una de sus necesidades, del “Jack”, digamos, en toda su natural esencia. Porque Tyler es eso, la esencia del verdadero “Jack”, el alter ego maldito que todos los Jacks llevamos dentro, un Mr. Hyde que chupa cervezas y se da de golpes con el que se encuentre en su camino, en un bar, como fue el inicio de todo esto, o en donde sea. En donde lo coja la noche, o en donde él se la coja a ella.
Basada en la novela homónima del estadounidense Chuck Palahniuk, “El club de la pelea” es una película de culto que podrá fácilmente romper y corromper el cerebro de quien la vea, haciendo uso de un ingenioso y a la vez familiar argumento (¿quién no lo ha pensado en algún momento?), combinado con el estilo auténticamente sombrío de su director, David Fincher (“Alien 3”, “Seven”, “La habitación del pánico”), un gringo que pareciera iluminar sus días con luces fluorescentes y cargar el hígado en una de sus manos.
Pero lleguemos al punto: “El club de la pelea” es un improvisado cuadrilátero en el cual se mezcla la lucha, el placer y la diversión, una especie de paraíso personal insertado, con igual pasión que los luchadores éstos, en el inconsciente colectivo de la gente, los que además se vuelven hacia una adicción por la violencia sin causa ni precaución, unidos en una cofradía iniciada por “Jack” y Tyler que se elevará a la potencia N en menos de lo que ambos imaginen. Una agresividad contenida y conocida por muchos de nosotros, si no todos nosotros: un deseo irracional de destrozar al oponente que termina en lo que dura la pelea y que supone, y aquí está lo interesante, una victoria conjunta (la del vencedor y el vencido), porque el placer no reside allí en la victoria misma sino en la propia batalla, y en la conciencia de que tarde o temprano las cosas se acabarán y deberán volver a como estaban antes de ingresar al cuadrilátero. Pero esos minutos en los que los puños arremeten son los realmente valiosos, aquellos en los que el valor de la violencia adquiere un nivel de “divinización” en lo referente a espacio y tiempo.
Aquí entra (¿o sería mejor decir se descubre?) el Mr. Hyde de esta historia: Tyler Durden (interpretado con odiosa majestuosidad por Brad Pitt), un animal inescrupuloso y de cabellera rubia en el que Jack hallará, por fin, una sombra a la que acudir en busca de descanso. Tyler Durden, no otra cosa que su alter ego ya liberado, es un mesero en un hotel de cinco estrellas, vendedor de jabones “hechos en casa” y ‘serial killer’ en la teoría y en la práctica, que compagina toda esa vida de ‘establishment’ de “Jack” pero a la inversa: la vida de Tyler es la vida de quien carece de la fe terrenal, del rebelde con causa que halla sus propias respuestas en las preguntas de los demás, del desenfadado por naturaleza al que no le queda otra que satisfacer hedonistamente todas y cada una de sus necesidades, del “Jack”, digamos, en toda su natural esencia. Porque Tyler es eso, la esencia del verdadero “Jack”, el alter ego maldito que todos los Jacks llevamos dentro, un Mr. Hyde que chupa cervezas y se da de golpes con el que se encuentre en su camino, en un bar, como fue el inicio de todo esto, o en donde sea. En donde lo coja la noche, o en donde él se la coja a ella.
Basada en la novela homónima del estadounidense Chuck Palahniuk, “El club de la pelea” es una película de culto que podrá fácilmente romper y corromper el cerebro de quien la vea, haciendo uso de un ingenioso y a la vez familiar argumento (¿quién no lo ha pensado en algún momento?), combinado con el estilo auténticamente sombrío de su director, David Fincher (“Alien 3”, “Seven”, “La habitación del pánico”), un gringo que pareciera iluminar sus días con luces fluorescentes y cargar el hígado en una de sus manos.
Pero lleguemos al punto: “El club de la pelea” es un improvisado cuadrilátero en el cual se mezcla la lucha, el placer y la diversión, una especie de paraíso personal insertado, con igual pasión que los luchadores éstos, en el inconsciente colectivo de la gente, los que además se vuelven hacia una adicción por la violencia sin causa ni precaución, unidos en una cofradía iniciada por “Jack” y Tyler que se elevará a la potencia N en menos de lo que ambos imaginen. Una agresividad contenida y conocida por muchos de nosotros, si no todos nosotros: un deseo irracional de destrozar al oponente que termina en lo que dura la pelea y que supone, y aquí está lo interesante, una victoria conjunta (la del vencedor y el vencido), porque el placer no reside allí en la victoria misma sino en la propia batalla, y en la conciencia de que tarde o temprano las cosas se acabarán y deberán volver a como estaban antes de ingresar al cuadrilátero. Pero esos minutos en los que los puños arremeten son los realmente valiosos, aquellos en los que el valor de la violencia adquiere un nivel de “divinización” en lo referente a espacio y tiempo.
Podría afirmarse, sin lugar a dudas, que ésta es la auténtica batalla de nuestra era: una lucha interna que sobrepasa las solemnes necesidades mediáticas a las que estamos obligados a someternos día tras día. Es una lucha, por así decirlo, convencida de su pequeñez, de su minimalismo filosófico, interna, atada nada más que a los pies del individuo que esté dispuesto a aceptarla como suya. Una lucha mental liberadora.
No existe en el filme la ultraviolencia en clave de sol de los “drugos” que se observa en “La naranja mecánica”, de Kubrick, ni tampoco el autodestructivo desencanto de los “neodrugos” revelada en “Trainspotting”, de Boyle; es más bien la violencia pret a porter, aquella que está lista para usar, nacida como una especie de “iluminación Y2K”: simple, lenta y veloz, compleja y muy posiblemente destinada a una tristemente célebre perpetuidad en el inconsciente colectivo de este nuevo milenio.
3
No viene al caso contar el final de la película ni lo que acontece dentro de ella después de lo aquí escrito y expuesto (para ello habrá que ir a verla o comprarse el libro y leerlo, aclarando, eso sí, que cada uno posee un desenlace distinto). No hay que contar acerca de lo que se trae éste tal “Proyecto Mayhem” ni de lo que realmente significa Marla Singer en la vida del protagonista. No viene al caso. Lo que sí podría señalarse con facilidad es que, al termino de la cinta, el espectador podrá llegar raudamente a la conclusión de que, literalmente, lo que significa aquel final es el inicio de la real cinta de “Jack”, un personaje que lleva nuestros nombres tatuados en su columna vertebral y cuyo horizonte es casi imposible de divisar. Viene al caso revelar además que la idea original, tanto del filme de Fincher como de la novela de Palahniuk (“Chucky, el muñeco maldito”, como definió Rodrigo Fresán al escritor en un artículo acerca de su vida) es real, completamente verídica. Palahniuk mismo se encargó de inaugurar aquella clase de noche junto con otros peleadores prêt-à-porter, todos ellos egresados de facultades de filosofía, artes o periodismo, y hartos, al igual que él, de la rutina diaria de las hamburguesas y las bombas inteligentes, cuyo limite de manejabilidad se hace imposible hasta en los días más soleados. Así entonces, ambos espacios (ficción y realidad) confluyen, mágicamente, en un cuadrilátero de cemento y nudillos que coge el nombre de la calle en la que se arme.
Tyler condensaría, en una de esas noches de peleas sin camisetas ni zapatos, aquella frustración que tuvo su base en una realidad no tan alejada: “Vemos la televisión soñando con ser millonarios, dioses de película y estrellas de rock, pero no lo somos; somos simplemente hombres. Hombres muy, muy molestos”.
Huelga decir, por último, que esta película no es una de ésas que pueden verse continuamente sin sufrir algunas consecuencias físicas o mentales. Queda en ustedes la precaución del caso.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 9:14 p. m., ,