MATCH POINT
viernes, abril 14, 2006
En Viernes Santo, me confieso: No he podido nunca terminar una sola de las películas de Woody Allen. Tal vez sea apenas uno de muchísimos a los que les ocurre y, seguramente, uno de los pocos que se atreve a aceptarlo. No sé por qué pero, hasta ayer por la noche, el Allen director era un tipo demasiado nervioso y autobiográfico –y cómico y “muy de mundo” y muy polémico y musical y etc. y etc.– como para lograr acaparar mi atención.
Hasta ayer por la noche, repito, en que vi “Match Point”, su última película.
¿Cómo empezar a hablar sobre alguien a quien se ha mantenido alejado tanto tiempo sobre todo por los prejuicios a su persona?
Fácil. No hablando de él, sino de su obra.
“Match Point” es, en primer lugar, un estupendo ejercicio de narración –a estas alturas, el lector habrá notado mi predilección casi salvaje por las películas estructuralmente bien desarrolladas–, que en sus poco más de dos horas no erige ningún tipo de trama complicada y, más bien, intenta hablarnos desde lo universal –un individuo del que no tenemos mayor referencia y que, en su intención desmedida por ascender socialmente, se verá inmerso en una serie de situaciones emocionalmente distintas–. Vemos en él a un hombre sereno pero ansioso –muy dentro suyo– por escalar y lograr aquello para lo que –según las leyes de la jungla del primer mundo– no estuvo hecho: el éxito. Lentamente, y según dicta el azar, su vida cambiará para mejor: conocerá a una mujer rica que le ayudará a conseguir lo que se propone y que a cambio sólo pedirá un amor sencillo, sin complicaciones. El hombre, claro, jugará a dárselo. Y tras de ello conocerá a otra mujer, de la que sí se enamorará. Perdidamente. Como debe de ser.
Son esas locuras en las que uno se mete por pasión, lujuría y una fantasía que doblega hasta al más duro. Una obsesión que, con el tiempo, se tornará más cauta y medida, en la medida en que todo lo que el protagonista ha construido gracias a la primera mujer continue igual.
Pero claro, como el destino no guarda relación alguna con las intenciones que uno tiene, pronto la vida del tipo se irá desordenando, entrando a una especie de tensa incertidumbre, poco o nada placentera. Y será como el ejemplo ese del partido de tenis donde, con un revés, de pronto la bola da contra la red y se detiene milésimas de segundo en el aire y uno no sabe si caerá, finalmente, en nuestra cancha o en la del rival.
La incertidumbre. El blanco o el negro. La fugacidad.
¿Qué hacer ante ello? ¿Ante un amor verdadero que no le dará todo lo que él ahora tiene (dinero, posición social) pero que es satisfactorio, al parecer el amor que uno busca toda la vida? ¿Se puede vivir una doble vida toda la vida?
Aunque ignorante de su filmografía, intuyo que el Woody Allen de esta película debe haber llegado a una madurez perfecta que le permite no sólo contar historias magistralmente sino además descubrir ciertas falencias humanas que uno imagina sólo para la ficción. El protagonista se debate, como muchos de nosotros en casi toda nuestra vida, entre dos opciones complicadas, como son lo material y lo inmaterial, lo pasajero y lo que creemos eterno. La serenidad de una vida sin hambre o el amor que duele. Me pregunto si será mejor vivir una vida que no es nuestra pero con la que nos hacen crecer y soñar y no la que realmente, muy dentro, queremos, pero que es un lastre de arribabajo.
Y elige, claro. Elige como nunca otro. Elige magistralmente, sorprendiendo. Trabándolo todo, dándole vuelta a un mundo que creíamos debía llegar a su final –aunque tal vez no así–.
Con filmes como éste, que interroga pero no presiona, que desnuda las capas que como individuos tenemos derecho a cargar, puedo pasar del prejuicio innato al interés desmedido en segundos. Y aunque en este instante dudo en ir o no a buscar la filmografía que me he perdido de este hombre al que conozco tanto o más que algunos amigos, duermo tranquilo, deleitado.
Duermo con ganas de ver la bola dar vueltas en el aire, mi mirada puesta sobre ella, y con una angustia gigante, humana.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 9:46 p. m.,
4 Comentarios:
- At 1:28 p. m., dijo...
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Habrá que verla.
- At 12:38 p. m., dijo...
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Villar, la palabra lujuria (sexto párrafo) no lleva tilde. ¿Me odiarás por atreverme a corregirte? Es la costumbre de andar revisando textos todo el día la que me ha dejado este hábito del que no puedo deshacerme. Ni siquiera para leer con placer los escritos de entrañables amigos como tú. Por lo demás, excelente artículo! La veré apenas pueda. Besos miles, Teté
- At 1:14 p. m., Alberto Villar Campos dijo...
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No tomo a mal las correcciones, entrañable Teté. Yo también sé que la palabra lujuria no lleva tilde. Pero dejémosla allí. El placer hasta en el error. Ah, por si acaso, los signos de exclamación tienen inicio y final (¡!). Espero que no me odies tampoco por corregirte.
Saludos. - At 3:10 p. m., dijo...
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¡Qué picón! Jajaja. Vale la corrección. Besos, Betito lindo.