WHISKY
martes, enero 31, 2006
Me pregunto el porqué de mi actual predilección por películas como Whisky. Quiero decir, por filmes con historias sencillas, contadas por personas comunes, con diálogos fulminantes, escenarios pobrísimos –casi siempre de una ciudad tercermundista–, y en donde alguien, siempre o casi siempre, venga o vaya de viaje.
No es una pregunta reciente. Es algo que venía cocinando sin darme cuenta por dentro desde hace tiempo. Y, aunque es probable que en el camino haya tramado una que otra respuesta, lo cierto es que todavía no logro quedar satisfecho.
No obstante, guardo la esperanza de entenderlo mientras escribo. Y eso, entonces, es lo que hago.
En un primer momento, la vida de ese viejo desgraciado me lleva a pensar casi instantáneamente en la vida de esos otros viejos que veo pasar cada tanto por mis costados, cuando voy por la calle. Es decir, me lleva a pensar en esas historias secretas que tal vez estos, que son para mí cercanos, también cargan consigo, sea como sea, vendiendo calcetines o cualquier otra cosa, con un hermano perdido y etc. En ellos puedo asirme yo para imaginarme y, por ende, creerlo. En otras palabras, que son eficaces en cuanto a su cercanía. De eso, creo, es lo que se trataría en un primer nivel el éxito de este tipo de historias llevadas al celuloide: de no tener ya tramas inverosímiles o muy enredadas sino todo lo contrario: experiencias que a cualquiera podrían ocurrirle.
Esto me lleva a pensar en un segundo nivel, que bien podría ser el primero: muchas de las historias –aunque, ahora que lo pienso, no todas– de las que me he quedado prendado, como “Whisky” o “Los muertos” o “El juego de la silla”, tienen, además, otro punto común: son sudamericanas. Eso también habla de otra clase de cercanía: la de un territorio que, no obstante los kilómetros, comparte el mismo hartazgo, la misma desazón y la misma alegría, entre sus gentes. Muy fácilmente esa historia es también la historia de mi abuelo o de mi tío. Incluso, podríamos hablar de un lenguaje universal y, así, podríamos extendernos a todo el globo. Me pregunto: con un lenguaje emocional frío, carente de diálogos perfectos y situaciones que se cierran con cada nueva escena, ¿será posible lograr una empatía?
Digo que no. Y añado: tal vez de lo que se trate también es que en ellas veo el retrato del mundo que me toca vivir. Quiero decir, de mi Sudamérica, en la cual transcurren algo lentos mis 24 años mal vividos. Pienso ahora en las películas que llevaron al celuloide la desazón de x década, e imagino a un grupo de gente extrayendo de ellas su propio retrato y sintiendo la consecuente empatía. Los veo reflexionar y decir “sí, cuando yo sea viejo voy a ver esta película y me recordaré en esos años; todo lo que vea en ella será también un documento de lo que yo he vivido”.
Son películas que me tocan porque son producto también de las emociones de mi generación. Puede que en ellas no veamos una gran guerra –balas y enfrentamientos dramáticos y cosas por el estilo–, pero sí veremos guerras individuales, de personas tristes que no pueden con su vida, de individuos víctimas de sus propias desgracias. De gente solitaria, de gente feliz pero hipócrita, que pasa los días como puede. ¿Eso es o no es cercano a mí?
Aunque, vamos: no quiero enquistar ni concluir este post con el hecho de que sea Sudamérica la responsable de mi predilección. ¿Qué sería, entonces, de “Perdidos en Tokio” o “Alas rotas”, tan perfectas en su minimalismo, en su cotidianeidad?
Estoy ya un poco cansado como para seguir con esto. Pero veo que algo he sacado, finalmente. Whisky me ha permitido observar algunos puntos en esta maraña de la cual hasta el momento creo no tener salida. La historia es cercana por lo que he dicho anteriormente. Aunque intuyo que hay algo más…
Si a alguien le interesa dar su opinión, bienvenido. Será de mucha ayuda, obviamente. Siempre es mejor dos que uno.
Y, antes de que se me olvide, aunque parece que ya quedó claro, esta película es altamente recomendable. Disfrútela. Y sonría, como ellos.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 11:28 p. m., ,
UN DÍA SIN SEXO
jueves, enero 26, 2006
A Alberto Villar Campos.
Para cuando tenga 34 años y vuelva a leer esto.
Debiste, entonces, a los 24, enfrentarte a esa idea de tener que, diez años más tarde, pasar por lo mismo o, al menos, por algo muy parecido. Las cosas eran distintas para ti en ese tiempo: un trabajo con el cual cumplías con tu familia en materia económica; un círculo entrañable, muy cerrado, de amistades que mantenías cerca gracias al contacto esporádico y calculado; un padre con el que aún te faltaban saldar algunas cuentas (tal vez no físicamente, como sí de manera introspectiva); y una novia de la que te encontrabas temporalmente separado –demasiados kilómetros para un solo continente– y a la que profesabas un amor religioso, incesante (una mujer hermosa y tierna, de única y perturbadora inmadurez, que actuaba como el complemento perfecto para tu carácter insalubre que a veces te hacía ver como un hombre de 50 años metido en el cuerpo de uno de 24). Eso eras tú por aquel entonces (y lo más probable es que aún lo sigas siendo).
Decía, pues, que a los 24 tuviste que enfrentarte a los espectros de lo que sería tu futuro. (Es decir, hoy, mientras lees esto). Muy dentro de ti, pensabas que aquello que observabas en esa pareja conflictiva de la película era, cómo no, también algo tuyo. Te veías allí –ella desnuda y con el cabello muy largo y negro, tú con el estómago medio fofo y una mirada seria, más seria que de costumbre–, ideando en silencio la manera más eficaz y menos sutil de decirle que los años habían pasado sin que al parecer ambos cayeran en cuenta y muchas cosas, al menos en lo que a la relación refería, eran distintas. ¿Para bien, para mal? Esa sola pregunta encerraba el 25% que quedaba de tus iracundas palabras hacia ella, de esos argumentos infantiles que parecían confundirlo todo, incluso a ustedes. Como ahora (es decir, en aquél entonces), cuando ambos malgastan las llamadas telefónicas no diciéndose lo que realmente quieren decirse. O cuando pelean por una tontería y pasan días sin hablarse. O cuando usan esa otra tontería que es el chat y las palabras son ambivalentes y la voz, nula, imposible.
Entonces, estás allí de repente –eres Paul Vega– y ella también –es Vanessa Saba–. Y ella te dice, en la cocina, que hay algo malo en tu forma de querer voltear su cuerpo al hacer el amor (que te dé la espalda para no tener que verla). Y, sin vacilar siquiera, respondes que ignoras la razón para pensar en ello. Ella, entonces, planta las manos sobre su frente, nerviosa, y deja de mirarte. Es todo frío, como los muros de la habitación en que se encuentran. Hay silencio. Tú, orgulloso, dejas también de mirarla, no sin antes moverte, como queriendo atraparla de los brazos, violento como nunca. Violento física, no como siempre, o sea, verbalmente. ¿Por qué?, te preocupas. ¿Es mi culpa todo esto que está pasando? ¿Son mis reacciones de implícito hartazgo lo suficientemente explicables ahora? ¿Y son iguales a las suyas? ¿Son explicables sus reacciones de hartazgo? ¿Es realmente hartazgo lo que ella y yo sentimos?
No hay respuestas. Respiras. Intentas calmarte. Sin pensarlo, vuelven a entablar un diálogo pesado, sin sentido. Dices cosas, ella te responde. Ella dice cosas, tú le respondes. A veces no es ni necesario responder. Así pasan varios minutos, mientras la discusión se complica, abriéndole paso a lo que podríamos llamar desesperación. Y entonces, ya en el borde, es cuando empiezan los gritos. Pero, ¿qué gritamos?, te interrogas. ¿Por qué lo hacemos? La inocencia es un pecado: no hay manera de superar a un grito cuando no se quiere decir nada. Nunca unas bocas abiertas como la tuya o la suya han servido para menos cosas que en este instante de quietud informe.
En algún momento, lo sabes, los gritos se detendrán. En algún momento dejarás de gritar más fuerte aún por dentro, la exasperación bajará sus decibeles, tendremos silencio otra vez, quién sabe si esta vez del bueno. Pero por ahora gritas, sacas en cara todas las cosas que te perturban de una sola, como disparando. Ella no llora, claro; podría hacerlo pero no lo hace: eso sería la derrota. Y esta es una lucha de empates.
Esa noche que es ahora, tú y ella volverán a la cama, e irán juntando otra vez sus cuerpos, despacio, volviéndose a mirar. Tal vez esta vez sí llore (lo hará, quizá, por cansancio). Se mirarán acercando sus cabezas, reconociéndose, aprehendiendo la razón por la cual se mantienen tan cerca luego de tanto tiempo y demasiadas batallas. El amor es un proceso o la reconstrucción de un proceso. Es una pared blanca que de pronto se parte a pedazos sólo para volverse a juntar. Que en el desorden busca su salida: la permanencia en el ocaso, siendo también ocaso.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 9:25 p. m., ,
CICLO FRANCOIS TRUFFAUT EN FEBRERO
lunes, enero 23, 2006
Escrito por Alberto Villar Campos @ 10:31 p. m., ,
ABRE TUS ALAS
miércoles, enero 18, 2006
La traducción correcta al castellano del título debiera ser “Alas rotas” y no, como lamentablemente ocurrió, “Abre tus alas”. Hago esta aclaración porque, aún cuando el abrupto final de la historia nos remite a una moraleja si se quiere dulzona y sencilla, es en el trasfondo, en la oscuridad que encierra una problemática universal y sugerente como es el asunto del amor/odio entre familiares, donde reside toda la gracia de este interesante film israelí.
“Alas rotas” (sí, aplico mi derecho a ponerle el título que mejor me convenga) es el mapa de una familia común y corriente con un padre ausente. Es, además, la madre que intenta sacar a sus cuatro hijos adelante con ese triste trabajo de enfermera (creo haber visto una situación parecida en otro film) que carga en sus espaldas. Es también la hija adolescente y enjuta con el sueño trunco de llegar a ser una estrella de rock. Es el hijo (¿mayor?) que no quiere volver a la escuela y decide trabajar disfrazado de ratón, andando por las calles. Es el tercer hijo –uno de los dos pequeños– al que le encanta filmarse mientras salta de precipicios poéticamente justos y es la última hija, la más sensata de todos, que termina filmando la desgracia de éste, un día cualquiera.
Pero sobre todo es la historia de la madre y la hija adolescente, y de cómo a veces resulta imposible encontrar la manera de sobreponerse a la pérdida de un ser querido. De cómo, sin quererlo, esa hija termina echándole la culpa a la madre, poniéndolo todo súbitamente de cabeza. Y también de cómo el desorden y el llanto pueden hacerse de ambas con la facilidad con que se revienta un globo. Lo trágico de todo esto se torna aquí, de pronto, ante nuestros ojos, en un conjunto de anécdotas que, cada tanto, nos hace tragar saliva, atorarnos. “Alas rotas” logra mantenernos en un suspenso emocional que no sabe de picos ni tampoco de caídas, en un transcurrir sereno por tristezas, alegrías y silencios.
Lejos de convencionalismos gratuitos (los hay pocos y necesarios), el filme no desmerece ni por un segundo lo duro y tormentoso y adormecedor que resulta crecer quedándose, súbitamente, sin uno de los autores de nuestra existencia. Aplico mi derecho a apropiarme de toda la desgracia de esta película memorable, de sumergirme en sus episodios sólo para identificarme y sufrir un poco por dentro, lentamente. De quedarme callado y recordar las veces en que pensaba que ese tipo de desgracias podrían únicamente ocurrirle a alguien como yo. Aplico, finalmente, mi derecho a encerrarme en un pedazo de mi memoria, y de no salir de ella hasta cuando la tormenta haya pasado.
Me preguntan con qué parte me quedo de la historia. Respondo con esto (¿alguien se anima a contradecirme?):
Escrito por Alberto Villar Campos @ 10:57 p. m., ,
76 89 03
domingo, enero 15, 2006
Vendía el título: “76 89 03”. Vendía, sobremanera, el mensaje del cartel: “La primera película argentina que no tiene mensaje”. Sin embargo, luego de casi una hora y media, cuando uno pasa a revisar los extras del DVD, extasiado, se topa sin querer con un añadido fatal: seis publicidades para televisión de, se intuye, los directores: Cristian Bernard y Flavio Nardini.
¿Recuerdan esos comerciales donde unas llamas comiquísimas hablan por teléfono, pasándose la gran vida –como si fuesen humanos comunes y corrientes–, vestidas de poncho y con música folclórica de fondo? Pues sí, esos comerciales (chistosísimos y de seguro provechosos para la compañía telefónica que los mandó a hacer) son suyos.
Pero claro, el añadido, como dije antes, resulta fatal. Acaba por destrozarle a uno la magia con que, en un primer respiro tras el final, se había quedado. De primera fuente y sin tener que recurrir a la Internet, nos damos de pronto con que estos tipos son publicistas y que ésta ha sido otra de sus jugadas, claro, con un presupuesto que no se contabiliza por segundo.
Se trata, para decirlo rápido, de una historia (¿podríamos llamarle ingeniosa? Empiezo a dudarlo) sobre tres hombres y tres momentos (1976, 1989, 2003) específicos de una Argentina política, sórdida y sobre todo mediocre. Mediocre, claro, por obra y gracia de los directores: tramas burlonas, giros inesperados que nos remiten, no obstante, a los giros imprevistos de una comedia negra mal hecha, cuadros en blanco y negro muy contrastados y diálogos de una pedantería sin igual. Es una historia creada a partir de una sola premisa: cautivar la atención del espectador a como dé lugar. Y claro que se logra, y además está bien que esto ocurra, aunque no de esta forma, opino. Quiero decir, basta con ver los comerciales para desilusionarse rápidamente y pensar “Sí, a estos tipos, con su trayectoria profesional, no les debió tomar mucho tiempo lograr lo que querían”. No creo que sea un prejuicio (tal vez la Internet me hubiese llevado a esto de todas formas). Los tipos son publicistas y saben qué imágenes, que ángulos de cámara, qué diálogos y qué herramientas varias usar para hacernos caer en su juego. Estamos allí, frente a tres tipos y una sola historia, contada en tres tiempos. Estamos allí y nos comemos el cuento entero, pero luego llega el final (este es: ¡los comerciales!) y coincidimos, tristes, en que una vez más el publicista nos ha timado. Nos ha pasado una “obra maestra” por, otra vez, la enmascarada solución a una necesidad de ver algo que sorprenda y que venga de ese país.
Vamos, ¡que yo necesitaba ver a Argentina de otra forma!
Bah. Prometo escribir pronto de una de esas. Por lo pronto, el título: “Nadar solo”.
Esta sí que será una película sin cortes comerciales.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 12:29 a. m., ,
EL JUEGO DE LA SILLA
jueves, enero 12, 2006
“¡Que baile la pareja, por favor!”, suelta la madre en la sala de su casa, en medio de sus dos hijas bailanteras y muy cerca del hijo, que llegó de viaje pero sólo por un día, y de una de sus viejas ex novias, que no se resigna ni con los años a olvidarse de que lo ama. Yo mientras, me digo, exclamando también, si es que habrá o no razón más justa que esta para matar a una madre. A esa madre (y no a la mía). Y no puedo responderme sino hasta cuando termino “El juego de la silla”, de Ana Katz, donde la argentina, además de directora y guionista, es también actriz: hace de la hermana más tonta.
Ajena a cualquier tipo de astucia, la tristeza es sobre todo horizontal, quieta, se diría que ausente. Plana, inútil hasta el límite de lo inútil, y constante. Sobre todo esto último. Pienso en esta película y no dejo de imaginarme a una madre con una tristeza tan grande que no pueda sostenerse en el tiempo. Y cuya vida sólo pueda resolverse de la manera más bruta: hiriendo a aquellos que la rodean. Pienso, también, en el hijo, fruto primero de esa tristeza de la que hablo. Lo evoco como un fantasma intermitente y proporcionado. Correcto. Justo en sus silencios y en sus rabias. Cuando grita, cuando parece hacerlo, como matando también un poco a su madre, aún sin quererlo realmente.
¿Por qué la mata?, entonces pregunto, trágico como nunca, mientras escribo. La respuesta no tarda: porque el tiempo y su lógica circular acaba por imponerse ante el que sea tal vez el amor más profundo que exista: el del padre al hijo (y viceversa). ¿O no son acaso el amor y el odio un círculo que siempre se cierra?
Con este film comprendo –o intento al menos convencerme de que así es– que el amor verdadero se confunde y mezcla hasta el hartazgo con mucha facilidad. Y que se combina con todo, inclusive con la tristeza. Por eso lo horizontal de una idea como la de la muerte de la madre por el hijo triste, inútil, plano, ausente, que ha venido a mi cabeza al escribir esto.
¿Llegará el momento en que sea eso lo que sienta por ella, también?, me digo, mientras pienso en mi madre. ¿Cambiará para siempre la imagen del amor que le tengo por una del odio más áspero y que nunca, nunca quise o pensé siquiera? ¿Será ese odio verdadero odio o apenas un amor incomprensible, o una idea, por decirlo de alguna forma, equilibrada, para un tipo al que no le caen en gracia las terapias?
Odio al cine por eso: le disparas al tipo del espejo y éste no puede sino dispararte de vuelta.
("Parado en medio de la vida", de David Lebón, cantada por él y no por Ana Katz).
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Escrito por Alberto Villar Campos @ 11:26 p. m., ,
TIEMPO DE VOLVER
lunes, enero 09, 2006
“Garden State” (o Tiempo de volver) es una de esas películas que mezclan correctamente lo independiente (empezando por la historia: jóvenes comunes y corrientes viviendo unas vidas comunes y corrientes; los escenarios y las situaciones, hasta llegar al ‘soundtrack’) con eso que todos conocemos como el guión típicamente comercial estadounidense (sólo que en este caso digerible, incluso con su desastroso y apresurado final), cuya naturaleza permite la satisfacción de la compañía que soltó los millones para el rodaje.
Es una película de esas que saben a familiar, de las que uno se imagina concursando en cuanto festival alternativo ocurra.
Pero hay algo más. Tal vez sea en esa combinación en la que uno puede reconocer –¿o sería mejor decir descubrir?– a un director (Zach Braff, el estúpido protagonista de “Scrubs”, la serie cómica que pasan por Sony) con ambición no sólo artística, sino también comercial. Un director, digamos, astuto, que conoce cómo está hecho el mercado norteamericano y adónde debe uno apuntar para lograr salir del anonimato.
Y con “Garden State” cumplió, a mi parecer, su cometido. Todo (salvo el estúpido final, vuelvo y repito, que sin embargo y por lo corto terminará por borrarse de mi memoria cuando publique esto) en esta película parte de una sola cabeza: la de Braff (una cabeza ingeniosa, algo cuadriculada pero sobre todo desmedida y muy honesta). Y de allí, viene el resto. Es decir, la obra en conjunto:
1) Los personajes, moldeados a su parecer y medida (si fuera posible interpretar a cada uno de ellos sería para él algo así como el paraíso);
2) Los escenarios, bellos y simétricos suburbios de colores, con ancianos y perros y calles mojadas por la lluvia y todas esas cosas sencillas pero valiosas y entrañables; y
3) Las emociones, que primero sobrevuelan al personaje principal (que él mismo interpreta), un perdedor en potencia algo ácido en sus comentarios y romántico y algo desquiciado y muy, pero muy desesperado (aunque no lo parezca); y luego lo hacen con el resto: la chica rara y bonita (Natalie Portman en una actuación memorable, emotiva y rebosante de vida), los amigos (unos perdedores de lo más hilarantes), y el padre (sordo, soberbio, muy de la vida real).
La historia la resumo, si lo anterior no lo hizo, aquí: el actor mediocre vuelve a su ciudad porque su madre ha muerto. Allí, se reencuentra con viejos amigos y con su padre y conoce también a la chica (Portman) que lo acompañará el resto del film. En medio de esto, todas esas cosas vergonzosas y tristes por las que pasa quien vuelva a su ciudad después de un largo tiempo.
Eso. Sólo eso. “Garden State” es la memoria de Zach Braff comprendiéndolo todo después de un largo periodo de espera. De cocción. Braff haciendo un comiquísimo y nada arrogante ‘mea culpa’, bebiendo de muchas cosas que lo rodean y de ninguna en particular. Es Braff contando la historia de un tipo que ha nacido para perder y que seguirá haciéndolo, importe o no. Le importe a él o no. Aunque sea en la ficción. Aunque sea él realmente a quien vemos en pantalla. ¿Alguien se atreve a dudar de la mente de un director como éste: estúpido, como nosotros? Yo no.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 11:45 p. m., ,
VÍAS CRUZADAS
miércoles, enero 04, 2006
No recomiendo ver esta película dos veces. Me ha pasado ya en algunas ocasiones y espero no ser el único que piense en que hay veces que ciertos estados de ánimo y ciertos espacios de tiempo hacen que nos quedemos con nuestra propia versión de un film; con fragmentos y emociones específicas que, tras una nueva exposición, acaban por no acercarse en lo más mínimo a eso que quisimos ver y/o sentir en el pasado.
Por ello me enfocaré en aquella vez, varios meses atrás, y no en este día que ya está por terminar. Lo primero que se me viene a la cabeza al pensar en “Vías cruzadas” es la palabra ENTRAÑABLE. Entrañable en todos los sentidos. Entrañable por sus protagonistas (un enano retraído, silencioso; una mujer desgraciada con un hijo muerto; un vendedor pesado y muy hablador) y por las situaciones en que ellos se ven inmersos; entrañable por la rara amistad que sin querer forjan, por la longitud de las vías del tren (que me hacen pensar en la distancia); entrañable por las risas y los gritos y las lágrimas que aparecen cuando uno menos se lo espera, por los cigarrillos que se cuelan tan familiarmente, entrañable porque es un enano el que parece hablar por todos nosotros de las angustias y los temores y las penas pero de una forma casi fantasmal, susurrante. Por todas esas cosas y más esta película es, por decir lo menos –ahora lo entiendo–, entrañable.
Creo difícil intentar comprender la magnitud de esta película ahora, meses después en que la he visto. Sin embargo, me rehúso a quedarme con la proyección de esta noche. Si en el pasado “Vías cruzadas” me dejó con tantas cosas dentro, ¿por qué hoy, aquí, mientras tecleo esto, no puede serlo?
En esta película –como ocurre, pienso, también en la vida–, las cosas no se resuelven: están siempre a un paso de convertirse en pasado, pero acaban siendo apenas un tormento leve y presente, inamovible, como infinito. Hoy yo la veo y me niego, con una memoria que me sorprende y hasta asusta, a verla de otra manera: quiero ver al enano roncar un “Mírenme” parado en la banca del bar y ver a la mujer parir una desgracia con forma de hijo ausente. Quiero ver al vendedor chupar una vez más una cuchara de plástico y ver a la chica rubia de Dawson’s Creek deseando el cuerpo del enano. Quiero ver a los protagonistas caminar por los rieles, descansar. Hablar de nada. Si no fuese por este blog, en unos meses las imágenes de ahora estarían perdidas... ¿para siempre?
Felizmente perder también es eso: una cosa que no se resuelve.
Escrito por Alberto Villar Campos @ 11:30 p. m., ,
PERDIDOS EN TOKIO
lunes, enero 02, 2006
Debiera ser una máxima ineludible: eso de empezar la película con un cuadro al que no pueda mejorarlo ni el paso de los años ni las segundas tomas. Con una imagen que se sostenga por sí sola en el tiempo, como esos rayitos que quedan en el ojo cuando se mira a un foco de frente.
En “Lost in Translation” (o Perdidos en Tokio), ese cuadro es un culo. Y, siendo más exactos, es el culo de Scarlett Johansson.
Seguramente habrá quien piense que de las muchas formas que tuve para empezar este post, esta es la menos usual. Y yo, claro, tendré a bien aceptarlo y continuar: Este film es para mí una mujer de espaldas, en una cama, despierta, muy cansada y muy en silencio. Es una mujer que mira la forma en que una ciudad tan enorme como esa va bordeando sus costados, lentamente. Es una mujer de espaldas que no dice nada. Que acepta lo que le ocurre porque es que hay momentos así: en los que toca conformarse con el presente, sin decir una palabra.
Y es desde allí, desde ese rostro impecablemente ausente, es que sugiero comenzar a ver este film, siempre, como en las películas que me agradan, de adentro hacia fuera. Es decir, partiendo del personaje hasta llegar a su entorno, lo que la rodea. Que aquí es: su relación amorosa, que es pudorosa, intermitente e infeliz; su relación con ese otro yo (Bill Murray), cálida, superflua pero agitada y, por ello, divertida; y, finalmente, su relación con el mundo, de lejos complicada y de cerca muy, pero muy simple.
Murray, ese cómplice sutil de un Tokio que parece no respirar, emociona, dispara y nos lleva siempre de vuelta al cuerpo inanimado de la chica. Va nivelándola, aunque sea sólo por momentos, y la seduce desde su pobre humor y sus miradas a medio cuerpo. También, cómo no, él está buscando o, mejor, va en tránsito hacia “algo”.
Eso es, en resumidas cuentas, mi versión de los hechos en “Lost in Translation”: un episodio poco importante de la vida que va borrando al anterior, el ir caminando dentro y fuera de un lugar (en este caso, un grandísimo hotel), una noche cualquiera en que se baila y canta, ese vacío punzante que se siente a veces al estar acompañado (suerte que ya no lo siento). Quiero decir, las fases por las que uno camina, sea donde sea, para llegar a algún punto específico.
Claro, toma años, pero a mí me tomó poco (aunque no doy por sentado que no me vuelva a ocurrir). Tuve la suerte de ver esta película en una época en la que estaba igual o incluso peor y fue para mí algo así como un gran tranquilizante que no se compra en cualquier farmacia. Cierto: hay cómplices por los que uno espera a sabiendas de que servirán para algo. Esta película, ese día cualquiera en que la vi, fue eso y más. Hoy la veo, y es triste porque ya no me afecta de la misma manera. Pero para eso está este blog.
Dejo este pequeño fragmento para la posteridad. Y para los románticos. Es la voz de Bill Murray, cantando.
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Escrito por Alberto Villar Campos @ 10:46 p. m., ,